IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


SIEMPRE LA MISMA

Paula Giglio

No sólo París era una fiesta. Pamplona también lo era. Dos ciudades que me siguieron siempre. París, introvertida. Pamplona, exuberante.
Vi hombres corriendo entre fornidos toros, festejando. Se movían en cardumen, como peces. Al final, una canción. Siempre la misma.
La última vez que estuve entre la muchedumbre, no pude correr; me quedé muy quieto. Ahí estaba ella. La de pelo negro hasta los hombros, con su camisa blanca y su pañuelito rojo. Igual a todas. Diferente a todas. No pude seguir a los demás. No pude seguir de fiesta. Ella no me miraba. Estaba con sus amigas y escuché su voz. Una voz conocida. Cerré los ojos y en medio del bullicio, recordé. Allá, en la estación, salía el tren. Ella decía algo en francés que yo no terminaba de entender. Nunca había entendido una frase completa de todo lo que me decía, aunque podía reconocer las palabras más importantes. Tal vez por eso, ella me saludaba desde el andén con sus guantes blancos, y en sus labios se leía: au revoir. Nunca más la volví a ver. Cuando abrí los ojos, la muchacha de pelo negro ya no estaba. Miles de mujeres, vestidas como ella, se movían a mi alrededor.
 

ESOS OJOS

José Otondo

Me pongo los pantalones blancos, la camisa, las zapatillas. Apresuradamente termino
y salgo a la calle. Ya vienen los toros. Me meto entre la gente y corro.
De pronto siento retumbar más fuerte y miro para atrás. Y ahí lo veo. En un segundo
sus dos grandes ojos me observan. Su mirada es profunda. Sus ojos están llenos de
comprensión, Y me dicen: «Hazte a un lado. Es mi camino. Déjame pasar por favor».
No siento el golpe. Pero recuerdo ir volando por el aire y caer al suelo.
Estoy en el hospital. Ya no se oye el estrépito de la mañana. Pero sí veo esos
ojos profundamente humanos que me pedían que me moviera de ahí.
¿Dónde estás ahora? ¿Estarás acordándote de ese momento como yo me acuerdo? 

SANTAURO

Ivo Basterrechea Sosa

Era la primera vez que participaba en el encierro de los Sanfermines. Allí estaba rodeada de hombres. Al liberar la manada de toros por supuesto que corrí delante de ellos a través del recorrido urbano. Había avanzado más de cinco cuadras, cuando un grupo de corredores inexpertos, resbaló y me arrastró, cayendo sobre los adoquines. La manada nos pasó por encima. Al tratar de incorporarme, uno de los toros que había corneado a varios participantes, se dirigió a mi y me acorraló en el vallado. Algunos jóvenes se lanzaron para distraerle, pero el animal no hacía caso. Estaba a corta distancia, mirándome. Mi ropa blanca y la cinta roja en la cintura, se reflejaba en sus ojos. La pata delantera raspó la piedra. El público hizo silencio esperando la embestida. Los adoquines se abrieron en laberinto. Me sentí como una de las doncellas sacrificadas delante de la bestia transformada en hombre musculoso con cabeza de toro. El miedo me segaba. Mi vida colgaba de un hilo y no precisamente del hilo de Ariadna. Cerré los ojos, todo pasó en un instante. La multitud enardecida vitoreaba. Al abrirlos, delante de mi estaba el toro y la cabeza decapitada de un santo.