Esta mañana andaba por la calle haciendo unos recados y la he visto. Una mujer muy mayor, con el pelo blanco, delgadísima, algo encorvada, arrugadica y totalmente vestida de negro. Hacía mucho que no veía a una señora así, con ese aspecto de viuda de las de antes. Y me he acordado de una de mis abuelas.
Vivía en la Estafeta. Siempre vestida de negro, con su bolso debajo del brazo y dándonos monedas de cinco duros a los nietos. Pese a su edad, vivía sola y cada día subía varias veces los cinco pisos hasta su casa.
En Sanfermines, cuando yo era un retaco, por las tardes mi padre me tomaba de la mano y, paseando, llegábamos a Estafeta un poco antes del toro de fuego.
El olor a pólvora mezclado con el de chorizo pamplonica del bocata que ella me hacía para cenar es uno de mis primeros recuerdos sanfermineros.
Luego a dormir. Si puedes. Cuando tienes ocho años y por debajo de casa pasan peñas, bombos, borrachos y cantantes desafinados, y te encuentras en un estado de histeria total porque no quieres que se te pase el encierro, es difícil pegar ojo. Y a mitad de madrugada llega tu hermano adolescente, con tus primos, y todos bien cocidos. Y mi abuela se hace la loca.
Me despierto con las dianas. Me asomo al balcón. Mi abuela aparece impecablemente arreglada, preocupada porque no se les pase la hora a los chicos. Los ‘chicos’ están durmiendo la mona a pierna suelta mientras mis ojos infantiles no pierden ripio: los de la limpieza, los munipas con el concejal de turno, los primeros corredores, mi cabezón incrustado entre los barrotes del balcón…
Poco antes del cohete surgen mi hermano y mis primos, resacosos y en pijama. No cabemos todos asomados y mi abuelica se retira, para escuchar el encierro por la radio.
Pasa la carrera y baja y sube cinco pisos para traernos unas madalenas y españoletas recién hechas, que mojamos en el cola cao caliente. Los resacosos se vuelven a acostar.
Mi abuelica. Una mujer humilde y maravillosa.
Hoy me he acordado de ti.
La verdad es que son recuerdos bonitos
Esto puede sonar a chufla, pero me identifico totalmente con lo de la cabeza incrustada entre los barrotes del balcón. En mi caso era en Mercaderes, y cuando retirabas la cabeza de entre los barrotes te tenías que sacudir un poco la cara y las manos porque se te quedaban pegadas una especie de zaborras negras rasposas.
Y mira, gracias a que te has acordado de tu abuelica, has hecho que yo me acuerde de las mías.
Has conseguido un efecto domino, me he sentido completamente identificado ya que yo también pasé mi infancia en una casa en la calle estafeta, de la que seguimos disfrutando por otro lado. Solo que mi tia, la pobre, huye en san fermin ante la invasión de sobrinos, nietos etc…
Incluso la bebida de los toros encuentra alojamiento jeje…
Que buenos recuerdos de nuestras queridas abuelas. A mi siempre se me humdecen los ojos cuando me acuerdo de mi abuela Florentina. A la otra apenas la conocí. Bonito artículo.