Nueve de julio. Cuatro y media de la tarde. Calor sofocante. El asfalto parece derretirse pegajosamente. Canícula. Todo el país duerme la siesta. ¿Todo? ¡No! Una pequeña ciudad poblada por irreductibles navarros resiste todavía…
Y eso que la fecha pesa. Nunca aprenderemos a dosificar los excesos de los primeros días. (El 6 es imposible, y el 7 hay que estar a todo). Se dice que Pamplona bulle, pero, ¿y a la hora de la siesta?
Asomémonos a la Estafeta, como hace un escritor buen amigo nuestro. Los comensales de restaurantes y sociedades empiezan a campar ya por la calle. Los hay que han terminado y los hay que están echando el cuarto cigarrillo de la tarde en animados corrillos. Se termina de arreglar el mundo con la copa en la mano, y a poder ser a salvo del sol, cosa complicada a esa hora.
Hordas de jóvenes y no tan jóvenes, como atraídas por un imán, son engullidas con parsimonia por el núcleo palpitante de las callejas de “lo viejo”. Su destino: las diferentes peñas en, y ante las cuales se arremolinan para a) comentar las mejores jugadas de la noche anterior, b) refrigerarse convenientemente, y c) ultimar detalles de lo que será una nueva y pletórica tarde de toros.
Los sones de La Pamplonesa se empiezan a dejar oír no muy lejos, señal inequívoca de que ha dado comienzo el desfile de mulillas y alguaciles, que lleva en imposible comitiva a músicos, periodistas, caballeros, niños, padres, madres, abuelos, tunantes, curiosos y despistados hasta los aledaños de la plaza de toros.
Y se mezclan por momentos con los estridentes arrebatos musicales de las peñas que desandan ahora en grupos los pasos que poco antes daban en cuadrillas o parejas. Como si de un embudo se tratara, van confluyendo al final de la Estafeta, donde se va formando una abigarrada amalgama de difícil definición, pero en la que con engrasada fluidez conviven los grupos apalancados frente a bares, los despistados que deambulan ahí atraídos por el jaleo, los reventas, los esforzados porteadores de toda suerte de pozales y peroles, los acompañantes de las charangas peñistas, los espectadores del barullo –que lejos de hacerlo desde fuera forman parte del enjambre-, y las tropas de asalto que van desembarcando de los autobuses-lanzadera que sin solución de continuidad vienen, van, y vuelven a venir cargados hasta los topes.
¿Siesta?
No.
FIESTA.
Y esos corrillos que dices, con especializadas tertulias taurinas con dudas del tipo, quien torea hoy.