La embestida, de Teresa Mireya Zulaica Garamonte
Nos pilló por sorpresa el rápido recorte que hicieron por la curva de Estafeta. Venían frescos todavía y sus gestos no presagiaban un encuentro amigable, así que zumbamos quemando suelas rumbo a Telefónica. Los teníamos cerca. Nadie miraba atrás. Sorteábamos entre empujones al gentío congregado, que parecía no percatarse del peligro que nos azuzaba. En éstas andábamos cuando me pareció oír a Íker rezando al Patrón por lo bajini. Iba desencajado, como quien va a palmar. A mí, por si aún era poco lo que llevaba encima, me invadieron de repente unas ganas locas de soltar esfínteres… Pero estaba el percal como para pedir permiso. Iontxu, que no solía mover más músculos que los de la mandíbula, empezó a perder fuelle y pude escudriñar por el rabillo del ojo cómo era zarandeado por uno de los empecinados perseguidores. ¡Sálvese quien pueda! gritábamos para nuestros adentros. Javier se escoró hacia un pequeño portal en el vano intento de pasar desapercibido, pero un ejemplar rezagado se cebó con sus carnes. Me flojeaban las piernas. Tras mi cogote podía ya sentir el resoplar de la bestia. Al momento, mis nalgas percibieron el contacto. Me había embestido con su maldito látigo el peor kiliki de todo Pamplona: “Caravinagre”.
Los pitones, de Cristina Sádaba Elizondo
“Seis de julio, cielo despejado, 33º a la sombra y yo en Salou. Siete años, siete, lleva Ana arrastrándonos al apartamento de sus padres en esta primera quincena. ¡Hay que joderse! Y Ainara, que ya ha cumplido trece, ni nos mira, no levanta el pulgar del móvil de lo enfurruñada que está. Más me duele lo del pobre Julen: la criatura aún no sabe lo que es correr delante de un zaldiko o llorar con un cabezudo. Y ¡agárrate a la vuelta! Encima hay que aguantar las anécdotas del suegro en la peña, que él nunca perdona ni su bota ni su ajoarriero…”
A las doce en punto, enfundada en un tembloroso biquini rojo, metro ochenta de mujer nórdica y turgente cruza delante de nuestro Javi y éste, no sabemos si agradecido al capotillo del santo o a la sonrisa inmaculada de la moza, le guiña un ojo mientras susurra: “¡Viva San Fermín!”
Y este es el tercer clasificado:
Los toros como de hierro, de Manu Ramos Boría
De golpe se da cuenta de que Javier no está, ve a su marido con la nena sobre los hombros al lado del gigante africano que gira asombrosamente ágil, ambos con la misma sonrisa intacta. Javier es tan despistado, piensa, que ni se va a dar cuenta de que se ha perdido. Mira desesperada a su alrededor, Carlos III es un amazonas blanco y rojo. Y entonces suena su móvil. ¡Le ha escrito su número en el brazo! Se lo queda mirando como a un boleto de la tómbola premiado. ¿Señora? Dice una hermosísima voz dulce, tenemos a su niñito con nosotros, está muy bien, no se me preocupe. Los latidos de su corazón podrían reflotar el Titanic con la cena aún caliente en los platos. Le dicen que están junto a los toros como de hierro. Llega hasta ellos sin tocar el suelo. Son un matrimonio mayor venidos de algún país precioso, y le han comprado tantos globos a Javier que están a punto de irse volando los dos cuando se abrazan. Poniéndose pamplonicamente pesada logra invitarlos a pinchos y vino. Vaya locura ¿no? Dice en medio del gentío. No, contesta el hombre sonriendo, los locos nunca se divierten tanto.