Domingo doce de julio de 2015, Dimasu, tras salir de los toros con la peña, un amigo y compañero de este blog y yo entramos a tomar un pote en el Burladero. Cuando nos íbamos a acercar a la barra, o a intentarlo ya que el bar estaba a tope, un vendedor ambulante aparecido de Dios sabe donde me colocó en la mano como una veintena de pares de gafas de sol. Yo no quería las gafas para nada e intenté devolvérselas amablemente con una sonrisa en la boca, pero el hombre rehusó cogerlas y me dijo en su castellano con acento: «15 euros». Como veía que quería quitárselas de encima de una tacada y, a pesar de que yo no las quería, le contra oferté: «5 euros» dije, pensando que desistiría y buscaría a otro a quien vendérselas, pero volvió a insistir diciendo: «10 euros». Yo me mantuve firme en mi postura de los cinco euros, cuando para mi sorpresa me dice: «vale dame 5 euros» y ahí me quedé, en medio del bar, con un montón de gafas de sol de diferentes modelos y cinco euros menos en el bolsillo.
Las gafas fueron encontrando a sus nuevos dueños entre los miembros de la peña en ese rato en que la penumbra se va extendiendo por la ciudad y en los escasos días de fiesta que nos quedaban, me reencontré con varias de ellas cuyos dueños las lucían con donosura sanferminera, o sea, de cualquier manera, y algunos incluso durante la noche, ya que contribuían a mejorar notablemente su aspecto, aspecto que tras varias jornadas festivas no tenía la frescura del día 6.
Urban legend.
Una veintena de pares de gafas de sol son 40 gafas de sol. No me creo que te cabían en una mano.
Si no fuera porque, no sé muy bien cómo, estrené gafas esa tarde, no te creía.