4º clasificado: Hemos de ir – Leticia González García
Marta no sabía muy bien cómo había acabado en Pamplona. Técnicamente, había sido idea de su ex, pero como en casi todo lo que implicaba a su ex, ella había puesto el hígado y él solo la excusa. Habían discutido y le había perdido hacía horas. Eran las cinco de la mañana y ya no distinguía entre euforia e hipoglucemia. Tenía un pañuelo rojo al cuello, los dientes teñidos de vino barato y una conversación absurda con un australiano que juraba ser un torero vegano. En un intento de mear detrás de un contenedor, se le cayó el móvil en una zanja cuya fauna merecía su propio estudio científico. Contra toda lógica y dignidad, decidió correr el encierro. No por valentía. Por orgullo estúpido, el combustible nacional. Tropezó antes del primer giro, se estampó contra una valla y fue pisoteada por un alemán con sandalias. El toro pasó de largo. En la enfermería, le ofrecieron agua y reflexión. Aceptó lo primero. Lo segundo, no pudo llevárselo porque no venía en vaso de plástico. Volvió a Madrid sin novio, sin móvil, sin dinero y con un moratón en forma de Navarra. Lo peor: se lo había pasado de puta madre.
5º clasificado: ETXEKOANDREA (EN UN HOGAR PAMPLONICA) – Juan Ignacio (Iñaki) Arbilla Ruiz
La lavadora proyecta el zumbido del centrifugado hacia el patio de luces. Fuera, la primera colada se seca al sol picante de la tarde. El bochorno le levanta pañuelos y fajas, que ondean como banderines ruborosos. Los bocadillos de la corrida aguardan sobre la formica. El aluminio abierto para que el tomate de las magras no ablande el pan. En la olla, toro y patatas hierven a fuego lento. Hay que soplar el caldo al llevarse la cuchara a la boca para corregirles la sal y la pimienta. Mañana es domingo y vienen todos a comer. El café borbotea en la melita. La etxekoandre la posa junto a los cacharros recién fregados y el ajoarriero sobrante, que se enfría en una cazuela. Si añade un huevo, piensa, la comida del lunes estará apañada. Pronto acabará la siesta, pero todavía es tiempo de silencio. Una mudez que se propaga hacia el pasillo en tinieblas y las habitaciones cerradas. La etxekoandre se sienta sobre una silla de mimbre. Descansa los ojos. «Ella nunca salía en las fotos», recuerda el miembro del jurado. Observa el cartel. Adivina su presencia tras la fachada humilde y la ropa en los balcones. Y redacta: «una propuesta sencilla, pero muy evocadora».
6º clasificado: A Pamplona hemos de ir – Juana María Igarreta Egúzquiza
— Siendo vuestra merced, señor Don Quijote, persona ilustrada, habrá oído hablar de la existencia de un viejo reino en cuya capital, Pamplona, y en honor a un tal San Fermín, se celebran unos festejos que no tienen parangón…
— Al grano, Sancho, al grano.
— Cuentan que durante ocho días comen, beben y bailan más que en las Bodas de Camacho, contagiando de alegría hasta al más triste. Además, y aquí viene lo que me tiene inquieto el magín…
— Te recuerdo, Sancho, que es mejor no empezar a hablar si no estás seguro de lo que vas a decir.
— He sabido que en esas tierras gobernaron durante siglos muchos Sanchos; siendo Sancho yo también, ¿no sería menester conocer ese lugar? Por otro lado, afine vuestra merced bien el oído, dicen que en Pamplona tienen a ocho gigantes cautivos, y que sólo para bailar les conceden libertad. — Amigo Sancho, motivos tenemos los dos para emprender esta aventura, pues parece prometer más ventura que locura. Habrá que ver si entre aquellas gentes aún te quedan parientes, y si son molinos o gigantes esos extraños danzantes. ¡Vayamos prestos a buscar las cabalgaduras! Con tu burro y mi rocín ¡a Pamplona hemos de ir!