Más relatos finalistas (clasificados del 4º al 6º)


4º clasificado: «Una pequeña alpargata» de Blanca Ujué Goñi Allo.

Ya nada volvería a ser igual. Mientras paseaba por un Antoniutti abarrotado de jóvenes sonrientes y con un brillo en los ojos, sabía que, a pesar de compartir la misma emoción y la misma indumentaria, ya nada volvería a ser como antes. Se acabaron los bocadillos de chistorra viendo los fuegos, el sueño cambiado y ver las luces del alba derrapando por las fachadas de Mercaderes. Y aún así, nunca había sido tan feliz: había descubierto lo que brilla la ropa blanca una mañana de julio en Pamplona, las jotas capaces de poner la piel de gallina y unas alpargatas rojas y blancas que cabían en la palma de mi mano. La sombra que me sujeta fuertemente la mano me deja un surco de algodón de azúcar y sonríe maravillada por las luces de la noria y las atracciones que parecen trepar por la muralla que las enmarca. Jamás imaginé que no echaría de menos las noches sin fin. Y nunca pensé que un pequeño angelote, apenas un poco más alto que la talla de san Fermín, pudiera enseñarme unos sanfermines que desconocía, a pesar de haber nacido en Pamplona. Ya nada volvería a ser como antes. Pero nunca había sido tan feliz.

5º clasificado: «Naroa y yo» de Felix Senis Diez.

Desde que la conocí, hace ya tres años, supe que sería la mujer de mi vida. Coqueta y feliz, me arrastra ahora, Estafeta abajo,  salvando los empujones de la gente. Se diría que tiene prisa y, a veces, suelta mi mano y camina unos pasos por delante. La siento observada y no puedo evitar que los celos me pellizquen el alma. Después de algunos pasos, se da la vuelta, se lanza a mi cuello y me muerde la oreja. Ella sabe que este mínimo gesto me convierte en el hombre más feliz del mundo. A la altura de Mercaderes vuelve a provocarme. Apoyada en el vallado del encierro, se deja abrazar por el sol de mediodía. Se mira las bailarinas rojas. Alisa su falda. Pone orden en los botones de su blusa. Me mira…, y se ríe. Sabe, como nadie, administrar esos chispazos que enamoran.

Por fin llegamos al Ayuntamiento. Deposita en mí sus miedos y se introduce en el bullicio. La pierdo de vista unos segundos y… ¡uff!… vuelvo a verla correr sobre sus pasos.

-¡Corre papá!. ¡Corre!.

Y, aterrado como un niño, contemplo en el reflejo ámbar de sus ojos, cómo Caravinagre se acerca amenazante hacia nosotros.

6º clasificado: «El noveno número» de Javier Casado Mayayo.

Le falta un número. Antes de despedirse le dejó su móvil apuntado en la muñeca, pero hoy a la mañana no había ni rastro del último. Los demás estaban borrosos, casi ilegibles, y le ha costado cerca de una hora descifrarlos. Pero el noveno es imposible, no tiene nada de tinta y lo que es peor, empieza a dudar de si alguna vez la tuvo. Quizás no le gustó, o buscaba quitársela de encima como fuera y dejó de apuntarlo adrede. Puede que fuera un falso y un cobarde, y prefiriera eso a decirle a la cara que no quería saber nada más de ella. Tal vez a su teléfono sí le quedaba batería, o no tenía que dejarla por irse a correr el encierro… Pero no, no podía ser. Javi no parecía de esa clase de tíos. Ni de coña.

¿Y si llamase a los diez números de teléfono posibles? En el peor de los casos quedaría como una idiota ante diez perfectos desconocidos. Al noveno intento, por fin le responde un Javi: «¿Javi?» «Sí, ¿quién es?» «Hola, soy Elena, de la consigna de la plaza San Francisco de Pamplona. ¿Es suya una muñeca hinchable con un pañuelo de San Fermín al cuello?»