4º clasificado: «34 pañuelos» de Carmen Remírez Barragán
El abuelo nunca lo llevaba hacia adelante. El primero, bordado en ilusión y en oro, con las letras de Marina. Uno pegajoso y desteñido, con restos de ketchup, mostaza y la yema de un huevo. Quizá por eso nunca pude desatarle el nudo. El bien planchado, inmaculado, de mi madre. El que nos bordaron con nuestros nombres, la fecha y el escudo de Pamplona, para que nos pusiéramos en la boda. El del pueblo, el de los primeros amaneceres, con 15 años y muy poco sueño. El que me quitaste. El que daba mucho calor, aunque no nos importara sudar a chorros. Siempre pedíamos otra barraca más, que era 9 de julio, y comíamos pollo para cenar y nos lo poníamos como una campesina en el pelo para que ningún mechón nos tapara los fuegos. El que yo te quité. El que anudamos en San Lorenzo aquel Pobre de Mí en el que pobres de nosotras, sobre todo al día siguiente. El que nos cambiamos. El que guardo arriba en la caja, extendido, para sacarlo el primero y revivir recuerdos tejidos a un cuadrado de tela y a una ciudad que se disfraza con él al cuello para gritar que viva San Fermín.
5º clasificado: «9 horas y 25 grados» de Paola Ruiz López
Era pleno julio y la humedad había llegado a San Francisco. Por mucho que me duchara, seguía estando pegajosa. Eran las dos de la mañana y ya hacía 25 grados.
Mi frigorífico se reducía a botellas de agua y ensaladas. El horno, la vitro y el microondas estaban prohibidos. La txistorra envasada la tendría que reservar para otra ocasión. Con un vaso de kalimotxo me conformaba: fresquito y refrescante.
Miré el reloj digital de la estantería. Cómo lo odiaba mi madre. “Un día se te va a estropear y vas a llegar tarde. Mejor cómprate uno como los de toda la vida. De agujas”. Las dos y veinticinco. Todavía quedaba un ratico.
Preparé la mesa del salón: mi katxi, mi portátil preparado para conectar con Televisión Española y mi pañuelico rojo. Todavía quedaban un par de velas sin recoger tras el apagón general del edificio. Me sobresalté cuando oí la llamada del móvil.
“¡Viva San Fermín, hija!”.
Volví a mirar la hora.
“Ama, si todavía quedan veinte minutos”.
“Hija, no me digas que sigues con ese reloj. Ya son las doce y dos.”
Eché el reloj a la basura y de paso el kalimotxo. Ya se me había calentado.
6º clasificado: «La primera vez» de Francissco Javier Medina Herrera
Era la primera vez que iba a correr delante de un toro. Muchos amigos suyos lo habían probado, pero él nunca se había atrevido. El peligro de ser arrollado por la multitud siempre le había echado para atrás, pero por fin había llegado el momento de demostrar que era lo suficientemente valiente para hacerlo. Ya no oiría más las burlas de su hermano mayor, quien siempre se había reído de él por no haberlo intentado nunca.
Sin que se diese cuenta, el cohete por fin explotó, lo que indicaba que todo acababa de comenzar. Miró por la cuesta y allí estaba el toro, dirigiéndose justo hacia él. A esas alturas ya no podía echarse atrás, así que no tuvo más remedio que ponerse a correr como no lo había hecho antes.
El sudor le recorrió todo el cuerpo, las pulsaciones le latían a mil por hora. Cuando ya estaba a punto de desfallecer debido al agotamiento, se giró para comprobar dónde estaba el toro y vio que a éste se le acababan de terminar los petardos que tenía atados a la espalda. Fermín se alegró por haber podido sobrevivir al toro de fuego, así que fue a buscar a sus padres para contárselo.