Microrrelatos en La Vaguada 2


Este año, el certamen de microrrelatos de San Fermín tuvo su epílogo en plenas fiestas, aunque fuera de la zona cero.

Fue una mañana fresca -ya sé que no las hubo de otro tipo-, cuando cumpliendo nuestro compromiso nos presentamos en la Residencia La Vaguada, de Solera Asistencial, con un aspecto inusitadamente presentable, para compartir con los abuelos los mejores microrrelatos de la temporada. La idea era reunir a los residentes en el salón de actos, y leerles algunos microrrelatos (no más de cinco, que centrar la atención durante mucho tiempo en algo se les hace cuesta arriba).

Mientras departíamos con Borja, el director del centro, los mayores eran movilizados hacia el salón. Muy ordenadamente. Los de la primera planta, los dependientes, los de la segunda… ¿Están ya todos los que pueden bajar? Parsimoniosamente iban ocupando sus localidades. Silencio ¿respetuoso? en la sala, en la que ya presidíamos el escenario. Con paciencia íbamos esperando a que todo el mundo estuviera situado, cuando unos gemidos llamaron nuestra atención.

En primera fila, sentada en una silla de ruedas, una señora lloraba desconsoladamente. Nos acercamos, y entre sollozo y sollozo apenas acertaba a preguntarse por qué su hija llevaba tanto tiempo sin ir a verla. La única explicación que encontraba era que su hija hubiera muerto y que nadie quisiera decírselo para no entristecerla. Con un nudo en la garganta éramos incapaces de encontrar frases que pudieran reconfortarla, más allá de penosos intentos de quitarle hierro al asunto.

Finalmente todo el mundo estuvo ya dispuesto, la sala llena de ancianos, a los que ponían un espectacular contrapunto unos niños que jugaban en el jardín exterior desplegando toda su efervescencia física delante mismo de las narices de los allí aposentados, y nunca mejor dicho.

Borja ejerció como maestro de ceremonias, y los blogsanfermineros dimos cuenta rápidamente de los primeros relatos. Y dejamos el protagonismo a tres estupendas lectoras, residentes del centro, para interpretar los tres finalistas del año. Quedamos especialmente sobrecogidos por la maestría y la serenidad con la que leyó una de las señoras. No pudimos sino felicitarla un poco después, abordándola cuando ya paseaba ensimismada por el magnífico jardín, una vez terminado el sencillo acto.

Hubo también margen para el cachondeo, sobre todo a cuenta de uno de los oyentes, bien conocido por todo el claustro de cuidadores, que no paró de interrumpir las lecturas con diversas soflamas a voz en grito, tipo «¡que no se oye!» o «¡vaya mierda es esto!»… A él desde luego no parecía hacerle ninguna gracia estar aguantando el tostón, pero era francamente gracioso.

En fin, tras el acto, que duró poco -Borja ya nos había anunciado que la brevedad es fundamental con los abuelos-, fuimos premiados con unas cervezas en la cafetería, y tras una visita relámpago a las instalaciones de la planta baja, que nos impresionaron muy positivamente, abandonamos el centro como quien sale de un convento de clausura y recupera el pulso espacio-temporal al contacto con el exterior.

Encaminamos nuestros pasos hacia la zona cero, donde nos esperaban una hermana guipuzcoana y su consorte para pasar el enésimo buen rato de las fiestas alrededor de una buena mesa. En cuestión de horas, el acto del geriátrico se diluía en la espiral de vivencias y recuerdos, y estábamos plenamente reenganchados al presente más rabioso.

Hoy, recordando aquellos momentos, se me agolpan en el teclado palabras como pena, angustia o desazón, pero también otras como dignidad o reconocimiento. Reconocimiento y gratitud con quienes, aunque sea un trabajo, aportan ese plus de cariño, esa dedicación a nuestros mayores de hoy. No en vano, antes de que nos queramos dar cuenta, nosotros seremos los mayores de alguien… Lo fácil es desterrar este tipo de pensamientos y reflexiones, aplazándolos a cuando toque, pero sirva este artículo de hoy para meter un poco el dedo en el ojo.


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