El Japonés impasible
Yumenji era un alumno de la Universidad de Tokio que venía dispuesto a observar todas las tradiciones que emanaban del país del que había querido aprender su lengua y amar su cultura. Durante nueve meses viajó y observó todas las tradiciones. Ahora solo le quedaba estar en los Sanfermines. Yumenji era un joven tranquilo que no tenía la intención de correr delante de los toros y sintió vergüenza de sus compatriotas cuando los vio como se comportaban en la fuente de Navarrería. La noche antes de la fiesta Yumenji huyó de la compañía de los turistas y sus pasos lo llevaron hacia el corredor del Gas. Allí fue testigo del ritual de la bajada, oyó las voces de los mayorales y el chirrido de los cerrojos, esta música le acompañó en el descubrimiento de ver a los bravos en todo su esplendor, quedó hechizado de su hermosura y deseó con todas sus fuerzas correr con ellos. Y corrió delante de los astados, rodó por los suelos, sintió el aliento de las bestias y notó por primera vez la sensación de emocionarse. Yumenji regresó a Pamplona cada año porque había logrado encontrar el mayor tesoro: conocer la verdadera pasión de la fiesta.
Misericòrdia Maurel Masquef
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Cánticos al santo
Había una vez un riberico de esos que “subían” todos los años. Al principio lo hacía en cuadrilla, a golpe de ticket de tren o autobús. Poco a poco se fue curtiendo en la jungla nocturna de barras de bar rebosantes de calimotxos, para ser uno de los mozos que mejor entonaban los tres cánticos al santo. Era uno de esos que, de la primera vez que vivía unos San Fermines a la última, se había transformado en un adolescente plagado de acné al abuelo-para-todo que se limitaba a patear las barracas que tanto encandilaban a sus txiquis. Uno de esos que había pasado de soñar con la scooter o el viaje número cuatro de la tómbola de cáritas, a un número más de la interminable lista de parados que dejó aquella dichosa crisis económica que tantas veces le obligó a pensarse comprar un solo boleto. Pero un mal día, aquel riberico dejó de “subir”, y ese mismo año, otro riberico viviría sus primeros San Fermines y se tumbaría en el mismo sitio de la ciudadela que él. Pero a diferencia del primero, éste pidió un deseo mirando al cielo: “que nunca falten los navarros en Navarra ni los San Fermines en Pamplona”.
Richard Osés Ursúa
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ALGARADA
Algarada en la calle, mientras respira. Tumbado en la cama del viejo piso de la calle Estafeta. Sólo puede ya divisar frente a su balcón periodistas internacionales que han pujado por tener el mejor sitio. Ayer le tocaba morir, pero prefirió esperar y poder sentir la última algarada de su vida. Canciones, pandillas con su almuerzo y miles de visitantes. Y él reposaba, en su cama. Quería sentir el último aliento de un toro, como el que aquél día sintió por primera vez a sus diecinueve años y ya le acompañó cada julio de su vida. Podía asegurar que la capacidad de sentir sus piernas, cada día siete, era real, aunque hacía tiempo que los médicos le habían advertido de que su enfermedad no tenía marcha atrás. Sabiendo que era el último festejo de San Fermín que viviría, armándose de valor agarró su andador hasta llegar al balcón, y agachando la cabeza divisó tres toros veloces doblando la esquina, y a miles de personas corriendo con ellos. Gritó desde su altura “¡Viva San Fermín!” Derramando una lágrima cayó de espaldas y recordó, al ver pasar su vida, la algarada vivida cada siete de julio que celebró.
ALBA FRANCO ELVIRA
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