TORO DE LIDIA
TORO DE LIDIA -Este es un buen toro- dice el mayoral a alguien desconocido para mi- Tiene casta y nobleza y su presencia es inmejorable. El hombre me mira con agrado e intuyo que se acerca mi final. Por si no os habéis dado cuenta, soy un toro de lidia y, mi destino, es morir en la plaza. -Me gusta- dice el comprador.- Inclúyelo en el lote. -Ya has oído- advierte el mayoral a un muchacho que le sigue, armado de libreta y bolígrafo, tomando notas- Éste va para Pamplona. Mi corazón da un brinco al escucharlo. Siempre he sentido envidia de mis hermanos mayores que iban a la Feria de San Fermín porque, además de ser toreados en la plaza por los mejores diestros, participaban en la carrera de la mañana por la calle de la Estafeta y me parecía un privilegio. Y ahora voy a tener ese honor. Sé que muchos pensaréis que soy tonto, que me alegro por mi muerte, pero es el motivo de la existencia de mi raza. Haré una buena carrera. La lidia será magnífica. Me aplaudirán y tendré mi momento de gloria. Moriré con honra.
Mercedes Ghiglione Ramírez
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Mi primer beso
Su voz sonaba suave entre el estruendo de trompetas que asediaba mis oídos y el encanto de sus ojos se avivaba con cada sorbo de vino. Sostenía la bota colgada de una banda alrededor de su cuello, el sol se despedía golpeando en el costado de su cuerpo esbelto enfundado en blanco, y un centenar de personas alborotaban y se divertían a nuestro alrededor. El ambiente devoraba la ternura y delicadeza del encuentro y eso a los dos nos excitaba. Mis manos temblaban nerviosas sobre mis rodillas, y el bordillo de aquella calle en curva de farolas parpadeantes me entumecía el trasero. Su lengua seguía moviéndose entre el paladar y los labios buscando en dar forma de letra a cada sonido, y ahora mis pies también se balanceaban. La cabeza me ardía y su tranquilidad me exaltaba; su sonrisa era un ataque a mi cordura, era el reflejo de un sosiego inconcebible ante un momento tan temido. Y entre todo aquel estruendo de trombones, clarinetes y trompetas, con la luna haciéndose un hueco en aquel día de fiesta y los dientes teñidos de oscuro por el vino, me acerqué a ella sin más dilaciones e interrumpí su charla con un beso.
Antonio Mérida Ordás
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LA ÚLTIMA CONQUISTA DE UN CORREDOR RETIRADO
La rubia me sacaba una cabeza entera y tenía un cuerpazo que asustaba más que un Victorino (y no quiero hacer aquí un burdo juego de palabras con sus atributos, yo, que corro cada mañana la Cuesta de Santo Domingo). Le dije un par de frases en inglés –todo mi repertorio- y conseguí que se girara antes de que el aluvión de vino enturbiase mi vista y a ella le empapara la camiseta, revelando sus voluptuosas formas con el color del caldo, en una instantánea que será siempre la portada de mis recuerdos de los últimos sanfermines. Juro que no hubo premeditación ni alevosía y que la nocturnidad nos sobrevino luego sin querer. Sí mucho alcohol y poco espacio, y que tomé medidas provisionales de sus caderas con estas manos que no me he lavado desde entonces. Juro que me fue imposible, entre la multitud, desacatar la orden de acercamiento y que no tuve más remedio que llevarla al Juzgado, en la calle San Roque, y allí mismo quitarle toda la ropa y protegerla con mi cuerpo en un portal, también desnudo, para darle calor suficiente y que no se constipase. Juro que todas mis caricias fueron en defensa propia. Juro amarla y respetarla…
ESTEBAN TORRES SAGRA
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