Marfil y Oro
El tórrido estío exhorta la somnolencia. Aletargado y ajado, recostado en la mecedora, evoco mi pasado. Y sueño con lo que fui, y con lo que anhelé haber vivido. Cultivé el noble arte de Santa Apolonia, con mano izquierda burlé las embestidas de la profesión, con garbo lanceé los retos del galeno, fluí por la Estafeta. Eso es lo que fui. Me instruí en el Arte de Cúchares, por naturales lidié morlacos en la Casa de la Misericordia, con honor bauticé un relumbrante baile de capa, vadeé el dintel de la gloria del albero. Eso es lo que anhelé haber vivido. Diestro ministerio del Diente, rosácea muceta, birrete de pitiminí, fraterno tinte rosado de un capote. Se agota el día y mi crepuscular corporeidad expira. Mi espíritu redimido salta al deífico ruedo eterno. Pronto hago el paseillo con los dioses de la Tauromaquia. Somos uno y mi alma es torera a perpetuidad.
Mario Utrilla Trinidad
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Aitona, ¿cómo ganaste esta medalla?
Es una triste historia. Imagínate, junio, 1937. Yo, un sanferminero del “Muthiko”, en el frente de Bilbao. Aquellos serían mis primeros sanfermines fuera de Pamplona. Ese año, por la guerra, sólo se celebrarían los actos religiosos, pero me importaba poco. Un “casta” de mi categoría sólo necesitaba una bota de vino y un pasacalles de Turrillas para gozarla. Pero ¿cómo escapar? Apenas se podía asomar la cabeza sin que te sacudieran… un tiro? Mi cabeza adolescente se iluminó: si recibía un balazo me mandarían a casa. Sin pensarlo dos veces, cerré los ojos y salté de la trinchera enfilando hacia el enemigo a todo correr. No quería morir, ni se me ocurrió que podían matarme, sólo quería llegar a Pamplona aunque fuera con un agujero nuevo. Pero todo salió mal. Los rojos pensaron que desertaba y dejaron de disparar. Viendo que no tiraban empecé a insultarles enarbolando el fusil sobre mi cabeza como garrote de troglodita sin conseguir que abrieran fuego. Mi capitán, creyendo que sufría un ataque de coraje y viendo que ganaba metros ante un enemigo inactivo, ordenó avanzar a toda la compañía a bayoneta calada. Fue un desastre: me perdí los sanfermines, tomamos Bilbao y, para colmo, me condecoraron. ¡Un desastre!
Jesús Resano Apezarena
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Entre vasos.
Apoyado en un bordillo, sucio y abandonado. A mi alrededor, tan solo la compañía de algunos vasos de plástico. Mentiría si dijese que esperaba este final, pero si algo tengo claro, es que por nada cambiaría lo vivido. Aún recuerdo el chupinazo… Yo me aferraba a su muñeca para no perdernos entre el gentío. Después, la emoción del cohete y el casi inaudible “¡Pamploneses, viva San Fermín, gora San Fermín!», bajo un baño de vino y champán. Y recuerdo también cómo me abalancé sobre su cuello, para fundirnos en un largo abrazo. Luego, ocho jornadas inolvidables. Paseábamos por el día, disfrutábamos por la noche, comíamos en la Estafeta, bebíamos en Santo Domingo, saltábamos en la plaza de toros, y bailábamos en la del Castillo. Siempre juntos, como si fuéramos uno. Todo era perfecto, hasta que llegó el último día. “¡Pobre de mí!”, se lamentaban todos, como un presagio de la tristeza que yo iba a sentir. Quizás fue un despiste o, sencillamente, que ya se había cansado de mí. Solo sé que abandoné su cuello, para nunca más volver a verle. Ahora soy tan solo un manchado pañuelo rojo, esperando ser recogido por la escoba de algún barrendero. Pero por nada cambiaría lo vivido.
Jorge Carcedo Moldón
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