MICRORRELATOS PRESENTADOS EN LA V EDICIÓN DEL CERTAMEN


Su último encierro

 

Esteban aceptó el trabajo de conductor de ambulancias por inercia y con desazón, después de vivir varios años dando tumbos fuera de Pamplona, cuando volvió a su ciudad natal, rozando los 40, hubiera sido incluso estúpido no hacerlo. Sin embargo pese a no gustarle el trabajo, la primera semana de julio le resultaba excitante, sin saber por qué, Esteban deseaba ansioso que alguien marcara el 112 y la llamada de emergencia le alertara de una cogida en los encierros. Él, que nunca se atrevió a correr delante de un toro, como lo hizo primero su abuelo, como después lo hizo su padre y como ahora lo hacían sus hermanos, quizás viese recompensado su papel de corredor frustrado después de tantos años. Siete de julio de 2012, días aún sin emociones. El sonido del teléfono lo despierta de su ensimismamiento y, excitado, apaga deprisa el cigarrillo a medio fumar y arranca la ambulancia. Ojalá sea un americano, piensa mientras se abre paso entre la gente que, desconcertada y morbosa, rodea el cuerpo, apenas ya latente de un hombre. Fernando grita Esteban con voz desesperada, al reconocer a su hermano tendido en el suelo y jurándose a sí mismo que ese sería su último encierro.

 

Cristina Salan Barrionuevo

 

 

Mi primera vez

 

Esos dos ojos negros me miraban fijamente. El pelo castaño no le suavizaba las facciones, al contrario, le hacía parecer más furioso. Era mi primera vez, y tenía claro que si quería ganarme el respeto de la gente, primero tendría que ganarme el suyo. Le sostuve la mirada un poco más. Estaba lista. Anudé mis zapatillas, reforcé el nudo de mi pañuelo rojo y salté la valla. El estaba esperándome. Comencé a correr sin mirar atrás, dándole la espalda a esos ojos negros que solo esperaban mi caída. El corazón se me salía por la boca. En mitad de la calle un hombre tirado me dificulta el paso. Consigo esquivarle, pero también lo hace el. Ya estoy cerca, unas cuantas zancadas más y lo consigo. El aprieta el paso pero yo no me dejo vencer tan rápido y acelero. La entrada es un peligro, hay mucha gente. Cierro los ojos, aprieto los dientes y sigo corriendo. Cuando los vuelvo a abrir estoy dentro. Salto al burladero y asomo la cabeza para encontrarlo de frente. Veo en sus ojos el respeto que me he ganado, alargo la mano y toco su cuerno antes de que se marche a buscar a otro al que astillar.

 

Maria José Saíz Durán

 

 

La fiesta luminosa

 

Su memoria se había convertido en un coladero por el que se escurrían casi todos sus recuerdos; se había olvidado de vivir y de la mayor parte de lo que había vivido; pero se acordaba de algo, de un episodio que resplandecía en la oscuridad de su memoria: la fiesta luminosa que vivió, mucho tiempo atrás, en una plaza atestada de hombres, mujeres y niños vestidos de blanco. Unos segundos después de que lanzaran el chupinazo desde el balcón del Ayuntamiento, ella, mientras se ataba el pañuelo rojo al cuello en medio del jolgorio reinante, le miró con intensidad un segundo antes de pronunciar unas palabras. Ella, el amor. En la siguiente semana, el viejo muy viejo se recreó una y otra vez en la fiesta luminosa, el momento culminante de su existencia, el 6 de Julio, el día en que todo lo mejor de su vida empezó. En una de las recreaciones, en la cama de la habitación del geriátrico donde residía desde su viudez, tras devolverle la mirada a ella, el viejo muy viejo cerró definitivamente los ojos acunado por el eco de una voz, la más hermosa que jamás escuchó: “¡Viva San Fermín! Mi nombre es Clara”.

 

Salvador Robles Miras