MICRORRELATOS PRESENTADOS EN LA V EDICIÓN DEL CERTAMEN


La otra fiesta

 

La otra fiesta Antes, yo también vibraba de emoción cada 6 de julio, y tras el chupinazo me zambullía en esa fiesta orgiástica donde los excesos, la alegría desbordante… todo está al servicio de un único objetivo: el disfrute de los sentidos. Pero hoy mi vida está poblada de fantasmas. Desde aquella funesta cogida me he vuelto taciturno. Ahora no soporto el ruido de las charangas y me espantan las muchedumbres. Mi lugar favorito es el cementerio. Cuando se cierra la verja y la noche cubre con su negro manto túmulos, nichos, criptas y panteones; cuando calles y veredas quedan libres de visitas inoportunas, los sepulcros se vacían de quienes según la creencia popular yacen en ellos para siempre. Los muertos se reúnen cada noche en una loca algarabía de fúnebres presagios. En esos desahogos nocturnales, en esos siniestros conciliábulos de espectros, no faltan las danzas ni los juegos. Y por supuesto, abundan las expansiones libidinosas, a las que los muertos se entregan con desenfreno. Doy fe de cuanto digo. Yo los he visto bailar a la pálida luz de la luna, y he sido testigo de escenas que sería embarazoso enumerar aquí. Pero sé que no me creeréis, porque yo también estoy muerto.

 

Enrique Roncero Lizanes

 

 

Sentimientos

 

La luz de una nueva mañana de julio entraba por el balcón. Una mañana singular y la primera para ellos dos. Ella estaba sentada en su silla, con los ojos hacia el suelo y la mente ocupada en pensamientos centrados en su hijo. Su marido sabía lo de sus sentimientos, era su carácter, el carácter de una madre. El silencio de ellos contrastaba con el bullicio en la calle. Se acercaban las ocho –la hora marcada en sus mentes–. El padre dirigió lentamente sus pasos al balcón, allí sus manos apretaron con fuerza la barandilla. También él tenía sus sentimientos, aunque los intentaba disimular. Dirigió otra mirada hacia ella, continuaba cabizbaja, pensativa, con su silencio. En la calle, solo unos pocos metros por debajo del balcón, las voces, los clamores, algún que otro grito y la carrera tuvieron su momento álgido. Luego, los minutos de la espera, de la incertidumbre…; hasta que… sonó el teléfono: “mamá, papá, estoy en la plaza, todo ha ido muy bien, estoy muy emocionado, ya os contaré, besos, hasta luego”. Sin mediar una palabra, las miradas entre ellos dos originaron unas leves sonrisas y unos casi inaudibles suspiros.

 

Antonio J. L.  Contreras Lerín

 

 

AMOR EN SAN FERMÍN

 

En el tren no pensaba en otra cosa que llegar a Pamplona cuanto antes, pero los kilómetros, se miren como se miren, son de mil metros y no se puede avanzar por arte de birlibirloque. Al final, la estación, vieja, desvencijada, triste, pero, para bien o para mal, nuestra estación. De la estación al Casco Viejo. Es curioso lo que te puede costar cruzar lo viejo un martes de febrero y el suplicio que supone hacerlo en Sanfermines. Tan sólo el hecho de correr hacia ella, mirarla de fente y abrazarla, me colocaba en un estado de ansiedad digno de las grandes ocasiones. No quería más que hacerla mía, mimarla y tenerla ya para siempre a mi lado. Entre blancos y rojos y un apreciable aroma a sudor y vino, llegué al soñado destino… y ya no estaba. La tienda de las botas había cambiado por un bar. Y encima, para más cachondeo, “La Botería” Ya no podría correr hacia ella ni abrazarla. La había visto en el escaparate meses antes y me había enamorado. Sí, me había enamorado de una bota. Me fui llorando y tarareando la de Sabina, “y en lugar de tu bar, me encontré una sucursal del Banco Hispano Americano…”.

 

Txema Sexmilo Ayesa