El Encierro – Edgar Allan García Rivadeneira (Quito, Ecuador)
Aquel encierro lo ponía furioso. Aislado del resto de los suyos, toda la noche se la había pasado dando vueltas en círculos y hasta topetazos contra la madera. A medida que se acercaba la mañana, su cuerpo temblaba con una mezcla de rabia e impotencia. Por fin, cuando la primera garúa de luz empezó a inundar la oscuridad, su angustia cesó de pronto. Escuchó, poco más tarde, la invocación colectiva: \»A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro dándonos su bendición\». Aguardó y, por fin, cuando reventó el primer cohete, de un salto se lanzó a la calle. Había encontrado una forma de escabullirse del encierro y ya nada, ni el miedo de sus padres ni el suyo propio, le impediría correr delante de los toros.
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INVITACIÓN A LA REINA. – José Otondo Arraztio (Curicó, Chile)
Somos un grupo de chilenos que llegamos a Pamplona para San Fermín.
Y te vimos bailar junto a los otros gigantes.
Cuando todo termine queremos invitarte a nuestro país.
Te mostraremos los bosques y los lagos. Correrás jugando por el árido desierto del norte. Luego te refrescarás en las aguas del Pacífico. Antes de volver, en el silencio de la cordillera de Los Andes,
observarás el vuelo majestuoso de los cóndores.
Y regresarás a tu tierra envuelta en el cariño de tantos emigrantes navarros que atravesaron el océano trayendo con ellos el amor a su música y sus bailes.
E igual que en los cuentos te quedarás dormida hasta el próximo año. Pero no será el beso de un príncipe el que te despierte sino un mágico chupinazo y el estruendo de clarines y timbales.
Y ocuparás nuevamente tu lugar entre los gigantes.
En ese momento, en cada rincón de América, recordaremos que en Pamplona tenemos una Reina.
Y que nos está esperando…
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Una misma alma – Pablo García Martínez (Buenos Aires, Argentina)
Una misma alma; Moro veteado si es que los hay. El hombre, prolijo en su humilde camisa blanca; impecable en su humildad; dispuesto, valiente. Cascos pegando sobre los adoquines en retumbos nobles, como ecos de otras corridas mil veces más sangrientas y terribles, las corridas del hombre que corre al hombre.
Van el uno y el otro; aquel desorientado entre empalizadas y empedrados, azuzado por los gritos y las manos en alto, cabeceando a diestra y siniestra como buscando la salida a su pesar; ¡es tan distinto todo en los prados, tan serenas las tardes, tan rebosantes de sosiego!
Entre boinas enjutas y pintonas, como quien se sabe vencedor, el hombre se lanza a la carrera delante de la tropilla, intentando bendecir en la crisma al mismo diablo. Buscan sus yemas apoyarse entre los estiletes curvos de los cuernos algo bizcos. Buscan sus ojos los de la bestia para amalgamar sus miedos; para confesar su temor sólo ante la desesperada mirada del toro.
Y corren en ese amasijo de minotauros que escapan y tropiezan desordenadamente, se atolondran en el remolino de gritos y mugidos desafinados que es el encierro.
Toro y hombre perdidos en el callejón, como si los atravesara una misma alma.