Pato bueno, pato muerto 7


—O matas al puto pato o te matamos a ti —fue la última frase que me vino a la mente, antes de que a mi coche le fallaran los frenos y se estrellara, conduciéndome hasta esta galaxia extraña, poblada de hombrecitos verdes, en la que he permanecido perdido estos últimos días.

Yo volvía a Pamplona desde mi escondrijo de los últimos meses,  en un lugar que no había revelado a nadie: mi mujer, mis padres, mi camello habitual… Nunca, desde que era un adolescente, había dejado de sumergirme en la olla a presión que es la plaza consistorial el día 6 de julio a las 12 del mediodía (ni de cocerme hasta las trancas dentro de ella). Y este año tampoco iba a ser menos. Pensaba que ni siquiera esos cabronazos me iban a fastidiar el chupinazo. Pero ellos, como perros de presa, me habían encontrado.

Permítanme que me presente. Me llamo Dimas Otxoa y soy  fontanero. Aunque nunca en mi vida haya puesto el culo en pompa debajo de un lavabo. A lo que me dedico (a lo que me dedicaba, mejor dicho) era a desatascar otro tipo de cañerías. Mis compañeros del servicio de inteligencia me llamaban “Señor Lobo”, porque, al igual que aquel personaje de “Pulp fiction”, solucionaba problemas. Se los solucionaba a esa panda de forajidos que nos gobiernan. Eran cosas sencillas. Chapuzas. La última, por ejemplo, consistía en romperle el cuello a Fermintxo. Fermintxo, no se asusten, era uno de los patos del parque de la Taconera. Les explico: durante las últimas semanas habían arreciado las protestas por el funcionamiento de nuestros hospitales y centros de salud: listas de espera, falta de personal…Eso, por una parte. Por otra, la psicosis sobre el avance de la gripe aviaria se extendía como el fuego en la rastrojera y algún lumbreras del Gobierno había tenido la brillante idea de cargarse un pato para que al día siguiente la noticia apareciera en el periódico. Y junto a ella un detallado informe que explicaba cómo nuestra red de salud estaba sobradamente preparada para afrontar una posible epidemia. Una epidemia que, por supuesto,  nunca iba a tener lugar, porque Fermintxo era un pato que estaba hecho un toro. De ese modo, lo que quedaría de toda aquella esperpéntica historia serían algunos chistes de Oroz y la sensación de seguridad que proporcionaba saber que nuestra comunidad todavía se encontraba a la cabeza en materia de sanidad.

El caso es que yo nunca había rechazado hasta entonces una misión. Pero una cosa era hacerme pasar, en llamadas de los oyentes o cartas al director, por un experto en lenguas minoritarias bielorruso que avalaba la política lingüística del ejecutivo foral —por poner un ejemplo— y otra bien distinta convertirse en un asesino de patos inocentes. Más todavía cuando el único tablón al que se agarraba mi dignidad desde que había aceptado zambullirme en las cloacas era mi militancia en un grupo ecologista. Por otro lado, también era cierto que, si me negaba, me arriesgaba a perder un trabajo que me proporcionaba los ingresos necesarios para mantener una serie de vicios de lo más esclavos y que no me da puta la gana de detallarles porque yo con mi cuerpo hago lo que quiero.

Me encontraba, por tanto,  entre la espada y la pared y retrasé la solución a aquel  dilema hasta el último momento, cuando ya vestido de camuflaje en los fosos de la Taconera sostenía al pobre pato entre mis garras.

—Tienes que hacerlo, Señor Lobo, el periódico ya está impreso —me dijeron por el móvil, cuando finalmente comuniqué que no ejecutaría a Fermintxo.

—¿Y qué pasa si me niego? No podéis despedirme. Sé demasiadas cosas —jugué mis bazas.

—O matas al puto pato o te matamos a ti—contestaron. Y me colgaron. Pero yo pensé que no tendrían huevos. Así que dejé en libertad a Fermintxo, arrojé el móvil al estanque y me largué. Muy lejos. Aunque no les tenía miedo, durante una temporadita me convendría quitarme de en medio.

En cuanto a Fermintxo, no pudo eludir su condena a muerte. Algún otro fontanero con menos conciencia ecológica aceptó el encarguito y a la mañana la noticia apareció en portada, como estaba previsto.

Me dio mucha pena por el patito, pero en cierto modo me sentí liberado. Así sólo tendría que permanecer callado, dejar pasar el tiempo y esperar a que todo se olvidara.

Además esas semanas de retiro me vendrían muy bien. Aprovecharía para desintoxicarme y  después me limpiaría también por dentro. Dejaría de ser el “Señor Lobo” y qué sé yo, tal vez me embarcara en el Rainbow Warriors, el barco de Greenpeace, o montaría mi propia oenegé y me iría a darles de hostias a esos cabrones que matan bebés focas en Groenlandia…

Mi particular cuento de la lechera, vamos, porque lo cierto fue que en cuanto saqué la cabeza de mi agujero me hicieron añicos el jarrón. No sé cómo se enteraron mis excompañeros, pero me encontraron, manipularon los frenos del coche y en la primera curva que tomé aquel 6 de julio, me pegué contra un árbol una castaña de campeonato.

—Mierda, precisamente hoy, que me he puesto la tanga con trompa de elefante —recuerdo que me dio tiempo a pensar, en lugar de todas esas zarandajas “new age”: que si una luz blanca, que si la película de tu vida…A mi, por el contrario, en un momento como aquel me salió la madre que todos llevamos dentro, esa que te dice “tú siempre con mudas limpias, que nunca se sabe cuando puedes tener una accidente”.

Recuerdo también que me avergonzó pensar que aquel podía ser mi último pensamiento: una reflexión sobre un tanga rematado por delante con la cabecita de un elefantito de color rosa, en cuya trompa uno tenía que embutir la suya (me lo habían regalado en una estúpida despedida de soltero y sólo me lo calzaba —con bastantes dificultades, pues me tiraba de la sisa— para hacer el ganso en días como el del chupinazo). Intenté, por ello, buscar alguna otra explicación que no redujera la vida a un trance absurdo.  Fue entonces cuando estalló el fogonazo (“o matas al puto pato o te matamos a ti”). Y después, el coma, esa nebulosa blanca y roja como un océano de sangre y semen en el que mecí, haciéndome el muerto, durante varios días.

Cuando me desperté estaba en la UCI.

—¿Qué día es hoy?—fue lo primero que pregunté.

—10 de julio— me contestaron, y aunque lo hizo uno de los hombrecillos verdes sentí una sensación de alivio.

Nunca en mi vida me había perdido unos sanfermines y me alegró saber que, aunque fuera desde la cuneta de la fiesta, todavía podía participar de alguna manera de ella. Pronto supe, por ejemplo, que en la cama de mi izquierda yacía un torero al que un cebadagago había convertido en un colador y al que, en cuanto pude moverme un poco, yo solía torturar, desconectándole los goteros.

—Que aprenda lo que es sufrir, como los toros que se carga —me decía.

—Eso, eso —me alentaba el piesnegros de mi derecha, al que habían ingresado con un subidón terrible de anestésico para caballos y con el que por la noche, cuando las enfermeras daban alguna cabezada, solía tomarme unos chupitos en los vasitos de los análisis de orina (sus colegas solían traerle de estranjis güisqui, pacharán, kalimotxo y a veces una mezcla de todo ello).

Era divertido, nuestros pequeños sanfermines.  Pero también había momentos malos, recaídas. A veces me costaba pensar. No lograba recordar, por ejemplo,  cómo había caído tan bajo, quién me había ofrecido aquel trabajo como fontanero. Sólo sabía por qué lo había aceptado. Estaba harto de ver cómo los más bobos del colegio, los niños de papá, los putos “peteuve” que no sabían hacer la o con un canuto pero tenían un apellido,  eran los que acababan convertidos en jefazos, en esos forajidos que nos gobernaban. La sociedad era como un puzzle en el que las fichas se encajaban en los lugares que no correspondía y yo ya estaba harto de ser la última de esas fichas, la que se encajaba a la fuerza, a hostia limpia. Prefería ser un cabronazo. Pero no estaba orgulloso. De hecho, cada vez que pensaba en ello, allá en el hospital, me deprimía. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los hombrecillos verdes. Venían cada mañana, con el rostro tapado, se descolgaban vestidos de camuflaje del techo y trataban de taparme la boca, ahogarme, hacerme callar para siempre.

—¡Os conozco, sé quienes sois! —gritaba yo, y conseguía que las enfermeras se acercaran y los hicieran huir.

Hoy, día 14,  me han bajado a planta y hace ya varias horas que los hombrecillos verdes no intentan entrar a mi habitación. Los médicos dicen que sólo eran alucinaciones, como consecuencia de la medicación. Pero yo sé que mientras escribo estas líneas (para que alguien, ustedes sepan la verdad) ellos siguen  ahí fuera, al acecho. Como perros de presa.  Puedo incluso oír sus voces:

—O matas al puto pato o o te matamos a ti —dicen.

Y yo, por lo bajinis, entono el pobre de mí, con más pena y más resignación que nunca.

 


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