Pises 6


Tengo un conocido que dice que escribe para limpiarse, así que voy a contar una anécdota sanferminera (en plan abuelo cebolleta, por seguir con la tónica de estas colaboraciones) que a mis amigos, que son unos cabrones, les hace mucha gracia recordar, pero que a mí me parece una guarrada, a ver si así le quito toda la costra y acabo por reírme yo también.

Fue uno de esos años que pusieron las barracas políticas al final de la Avenida del Ejército, como ya contamos el mes pasado y, también, queridos niños, qué era eso de las barracas políticas. Para separar éstas de Antoniutti, se colocó una valla que acabó convertida en improvisado y monumental meadero, lo cual explica lo tupido que luce todavía hoy por esas latitudes el hierbín (palabro autóctono que animo a usar, así como pozal o pantaloneta, este último incluso ya sin miedo a ser encausados por la Audiencia Nacional).

Me desvío un poco del tema, porque solo de pensar que tengo que zambullirme en él se me revuelve el estómago. Pero bueno, tapémonos la nariz y vamos allá. El caso es que al final acabaron formándose en ese lugar allá varios riachuelos e incluso un pantano de pis de profundidades abisales, desde el cual subía una voz que te llamaba por tu nombre cada vez que te arrimabas, y yo una vez me arrimé demasiado, algo chispo y con la vejiga a reventar como iba, y resbalé y acabé cayéndome de cabeza dentro como un Alvaro Miranda cualquiera, pero sin chaleco salvavidas. Bueno, igual estoy exagerando un poco, pero todo un costado del pantalón sí que se me empapó, y cuando volví a las barracas políticas, que eran como un muro de gente, comprobé que yo por mi parte me convertía en un martillo neumático, porque todos se apartaban, me abrían paso al tiempo que me miraban como un despojo humano, un leproso, la hez de la sociedad…

Al principio, aquello resultaba muy práctico a la hora de ir a pedir (a mis amigos, que son unos cabrones, les podía más su dipsomanía que la peste que yo propagaba, y me decían “¡Bah, que no es para tanto!”, admirados al ver como las barras se despejaban como si yo fuera Moisés y ante nosotros se abriera un mar rojo de kalimotxo), pero cuando ya uno de los camareros nos preguntó si queríamos un katxi de zotal, yo creo que con un poco de retintín, fue cuando dije “Hasta aquí hemos llegado”, aunque luego todavía fuimos un poco más allá, hasta Jarauta, donde la abuela de uno de los cabrones de mis amigos, que era de las de sanfermines en Salou, tenía un piso en el que solíamos quedarnos a dormir la mona algunos días a cambio de regarle las plantas y no voy a decir con qué, solo apuntaré que el piso era uno de esos del casco viejo divididos en dos partes, con las escaleras de por medio (tienen un nombre, pero no lo recuerdo) y que el baño quedaba al otro lado y no teníamos llave.

Revolviendo en los armarios, encontramos unos pantalones de dantzari de pana, una especie de bombachos que llegaban a media pierna, y fue de ese modo como dejé de ser apestoso-man, y cómo volví a casa, otra vez tratando de abrirme hueco como un topo entre la multitud de Jarauta e intentando no caer esta vez en las sartenes de los puestos de bocatas de txistorra, cuyo aceite hirviendo también me llamaba por mi nombre cada vez que pasaba al lado de uno de ellos, todo eso mientras a mis espaldas se escuchaban las carcajadas de mis amigos, que no sé si os he dicho todavía que son unos cabrones, y a los que ahora lo que les hacía partirse la caja eran las pinticas que yo les llevaba.

Todavía cuando lo cuentan se descojonan vivos (¡Ay, que me meo!, dicen, hurgando en la herida), pero yo, incluso después de haber escrito esto, no le veo la gracia, no consigo poner en limpio ese recuerdo, y cada vez que pienso en él, veinte años y un folio y medio después, no puedo evitar arrugar la nariz.

 


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