Es noche cerrada en la plazuela de San José. El sonido de los caños del agua de la fuente rompe el silencio bajo las faldas de la catedral. Una pareja, al fondo de la plaza, aprovecha su momento. El del silencio, oscuridad, caños y faldas. Todo revuelto, investigándose mutuamente, devorándose el uno al otro con deseo. Ajenos al resto del mundo, ignorando incluso el golpe de las pezuñas que anuncian la llegada de Minutón, salinero y mortal, huyendo del gentío de la plaza de Navarrería.
Está herido, nervioso y sangra copiosamente por su costado debido al disparo del difunto Rastamaría. Lo primero que hace es abrevar en la fuente, aplacando esa sed, maldita sed que nunca se acaba. La penumbra de la plaza le permite mimetizarse y tener unos segundos de descanso. Su respiración, fuerte y acelerada, es lo único que le delata.
La llegada de unos coches con sus hirientes sirenas rompen esa paz. Dos Coches de policía cortan sendas salidas de la plaza. De uno de ellos baja Don Eduardo, el mayoral. Su cara es un poema. Se puede intuir el disgusto debajo de su sombrero. Los policías tienen las armas desenfundadas .Don Eduardo, pidiendo calma con la mano, implorando por la vida de Minutón. El sabía que venía a ver su muerte, pero en el ruedo, no de esta manera. No se lo merece, musita para sus adentros.
De repente, uno de los coches salta por los aires, debido al embate del resto de la manada. Su entrada, colosal, hace que todos se queden estupefactos. Han seguido a su jefe. Cinco mayestáticos Miuras rodean con su presencia la fuente, abrigando y escoltando a Minutón. Unas vueltas alrededor de la fuente para inspeccionar el lugar y tomar decisiones. No se han percatado siquiera de la pareja de tortolitos que, petrificados y sin meter ruido, contemplar desde el rincón oscuro del deseo la escena. Testigos de algo único.
Minutón, extenuado, acusa la pérdida de sangre. Su extraño viaje está a punto de concluir. Al menos, está arropado por sus hermanos. Poco a poco, va reculando hacia el callejón Salsipuedes .La manada le sigue de manera ciega, como siempre. Nunca les falló y no hay que dudar de él. A pesar de que el final de la calle sea una pequeña iglesia carmelita y no tenga salida. De ahí su nombre en el letrero. Es lo que tiene ser un Miura, que no vas a la escuela a aprender a leer.
Es la oportunidad que estaba esperando Don Eduardo, que en un instante, saltando como un resorte cierra el callejón con la verja del convento, encerrándoles. Por nada del mundo quiere ver una balacera con sus toros.
Sólo al correr el cerrojo de la verja deja salir todo el sufrimiento que llevaba dentro. Como un preso, con las manos en los barrotes, contempla con lágrimas en los ojos a su manada. Al fondo del callejón, al abrigo del convento carmelita, seis Miuras, con la cabeza bien alta, las orejas desplegadas, en posición de ataque, mantienen la mirada con el mayoral. Nunca tuvieron miedo, y menos en ese momento. Eran ellos los que habían sembrado el pánico por las calles de Pamplona, con nocturnidad y alevosía. Su posición de ataque confirmaba su bravura. Manteniendo, hieráticos, la mirada con el Mayoral, como pidiéndole explicaciones. O quizás retándole. Quién sabe.
Desde La plazuela San José, cogollo de Pamplona ,callejón Salsipuedes, seis miuras, dos coches patrullas, dos tortolitos, un mayoral, un convento, una catedral y una fuente, forman el final de las aventuras de Minutón, Salinero y ya para siempre, inmortal.
THE END.
Y olé.
Qué grande.
– Las obras de arte se distinguen en dos categorías: las que me gustan y las que no. Ésta. salvo la extravagancia de las bulerías, me ha encantado. !! Enhorabuena Gato !!.