Segundo y tercer clasificado


2º clasificado: La pintura – Vanessa Proaño Puerta

La noticia abrió telediarios, llenó las redes de memes y originó un debate internacional. Aquel seis de julio, el Guernica había amanecido sin su famoso toro. Ante la mirada atónita de los visitantes del Reina Sofía, el lienzo de Picasso mostraba un hueco en blanco allá donde debía estar la imponente figura del astado. Restauradores y conservadores acudieron con lupas que aumentaban monstruosamente sus ojos, espátulas, bastoncillos y un sinfín de instrumentos con los que trataron, en vano, de hallar al trágico personaje. Tras una semana de ausencia inexplicable, el director del museo anunció, con voz entrecortada, que el toro había regresado.

—Ha vuelto para ocupar el lugar que le corresponde —dijo en rueda de prensa—. Ya está en casa.

—¿Cree que este suceso está relacionado con esos charcos de pintura con los que tantos mozos han resbalado en los Sanfermines de este año? —preguntó un joven periodista—. Hay testigos que afirman que uno de los toros parecía algo deforme…

—¡Sí, de estilo cubista, claro! —ironizó el director provocando las carcajadas de los presentes. Nervioso, no pudo evitar mirar el cuadro donde el toro chorreaba algo de pintura por las patas y lucía un semblante culpable—. Insisto: niego rotundamente cualquier relación.

3er clasificado: El último trofeo – Miguel Ruiz López

Íñigo se levantó con esfuerzo. No había pegado ojo en toda la noche. Como cada año, se puso los pantalones y la camisa blanca, anudó el pañuelo rojo al cuello y se ciñó la faja. Pero aquella vez era distinto. Bajó las escaleras. En la cocina le esperaban café, pan y algo de chistorra. Pasó de largo: los nervios bloqueaban su apetito. Para darse ánimos, se dirigió al salón. Allí, alineados con orgullo, colgaban los recuerdos de sus hazañas pasadas. En un cuadro aparecía él mismo examinando la dentadura del caballo que le habían regalado. Otra fotografía captaba el momento en que, pública y solemnemente, había pedido peras a un viejo olmo. La lista era interminable: su excursión por los cerros de Úbeda, la sesión de fritura de espárragos, aquella cuchara de palo que le regaló al herrero del vecindario… Y aún quedaba mucho por hacer. Porque sí, Íñigo era un cazador de refranes y frases hechas. La literalidad era su obsesión. Salió de casa y se dirigió a la Cuesta de Santo Domingo con paso firme. Estaba decidido. Tocaba coger al toro por los cuernos. Y quizá también le pillaría el toro.