Temporada otoño-invierno 13


Esto de escribir sobre los sanfermines cuando el otoño acaba de asomarse por la puerta con un oriller marrón, me hace sentirme un poco fuera de lugar, la verdad. Es como volver rezagado a casa un quince de julio por la tarde, con la ropa blanca hecha un zarrio, trastabillándote en las zancadillas que te ponen tus propias ojeras, mientras sientes todas las miradas que se posan sobre ti como moscas del sueño y zumban en tu oído: “Golfo, borracho, a trabajar te ponía yo…”.

Este año Pamplona se olvidó antes que nunca de su canita al aire de cada mes de julio y el día 15,  el día-más-triste-del-año,  de par de mañana ya andaba echando en el cogote de quienes aguantaron hasta el encierro de la villavesa su aliento con olor a confesionario, a regaliz de palo y a orinal sucio debajo de la cama, preparado para una siesta que durará doce meses.

Pero bueno, yo tampoco puedo hablar mucho. Por lo general, me dan un poco de grima los que se visten de blanco fuera de temporada. Ir con el pañuelico a ver a Osasuna o a AC/DC (eso a mí me ha tocado verlo, y lo que es peor, Brian Johnson se anudó al cuello uno de esos pañuelicos ) me parece una julada, no sé que opinará Josemi Rodríguez Sieiro. Claro que lo mío es un trauma infantil: cuando tenía cinco o seis años mi madre nos llevó a mí y a mis hermanos a un concurso de disfraces vestidos de pamplonicas. ¿Qué tipo de disfraz es ese, mamá? Aparte de que se notó demasiado que nos habías apuntado a última hora, el traje de sanferminero no es un disfraz, es una segunda piel, que se cae el 14 de julio y no vuelve a salir hasta el día 6 del año siguiente, por lo general tirando de la sisa. Y nadie va a un concurso de disfraces en pelotas, mamá. ¿Por qué tuvimos que soportar aquello, que nos confundieran con un grupo de joteros infantiles? (“Las actuaciones son luego, chicos”, dijo el presentador del acto, mientras desfilábamos por la pasarela). ¿Fue todo aquello necesario, mamá?…

Solo lo he pasado peor vestido de blanco en otra ocasión, con el agravante de que esta vez sucedió durante los propios sanfermines. Fue hace un montón de años, cuando yo era joven, no digo más. Las barracas políticas (fue hace tanto que hasta había barracas políticas) habían organizado un concierto de ruido el día 14. Tenían que hacer mucho ruido, porque el ayuntamiento, a su vez, había montado otro concierto a la misma hora y a solo cincuenta metros de distancia: aquel año las barracas políticas estaban en el tramo final de la Avenida del Ejército y el concierto del ayuntamiento se hizo en Antoniutti. Así que estaban los dos escenarios pegaditos, y todo aquello lleno de punkis: el consistorio había decidido echar aquel pulso poniéndose también una pulsera de pinchos, y si en el concierto de las barracas políticas tocaban Tijuana in blue y Cicatriz, en el del ayunta lo hacían Eskorbuto y MCD (lo nunca visto, el ayuntamiento de Pamplona contratando a un grupo que se llamaba Me Cago en Dios y la txozna de las Gestoras en la Avenida del Ejército). El caso es que yo aquel día salí de casa, como los anteriores, todo vestidico de blanco, y para mi sorpresa me encontré a mis amigos maqueados con vaqueros rotos, pantalones escoceses, camisetas negras… Mis amigos eran unos falsos, unos renegados, pero tenían mejor ojo, más instinto de supervivencia que yo, que en medio de aquella marea negra, de olas encrestadas y katxis navegando de mano en mano, me sentí un náufrago con mi faja y mi pañuelico rojo. Hubiera pasado más desapercibido y recibido menos ahogadillas con la mirada si llevara puesta una camiseta de Ramoncín (de hecho, en aquella época y en aquel lugar podía haberla llevado sin ningún problema).

De blanco y rojo, en definitiva, queridos amigos, solo hay que vestirse en sanfermines menos los días que toque Eskorbuto; o como mucho, para escribir la columna, a ver si así la próxima estamos más inspirados, más en situación,  y conseguimos interrumpir la siesta, espantar unos cuantos moscardones y que el señor con el oriller marrón pase de una vez y la piel empiece a mudar.


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