Textos participantes en I Certamen de Microrrelatos San Fermín (XXVII)


–  Plegaria  –  , María Teresa Solana

Manchas negras, manchas blancas y rojas, música, voces, gritos, ruidos, manada contra manada, más música. Con eso sueño cada noche. Estoy un poco nervioso porque voy a correr por las calles de Pamplona por primera vez. Me considero torpe, bastante tímido y temo dar un resbalón, caerme y hacer el ridículo delante de las cámaras y de tanta gente…Yo hubiera preferido ser un kiliki para sorprender a los niños, para estar cerca de ellos y hacerles reír o llorar, como los payasos. ¡Pero no! Me toca correr, no tengo elección. Por eso os dirijo esta plegaria: “San Saturnino  y San Fermín, os necesito a los dos. Os ruego que deis fuerza y vigor a mis patas y a mis cuernos y que me guiéis con ímpetu y bravura (y sin resbalones) por el buen camino hasta la plaza de toros. Amén”.

–  Las palabras de Luisa  –  , Fernando Molero

Las palabras de Luisa retumbaban en su cabeza. Por eso, Javier bebió en exceso. No deberías correr hoy. ¿Por qué? Es peligroso. Mira los extranjeros. Raro es el año que no cae alguno. Pero él no hizo caso. Cómo olvidar los buenos momentos vividos junto a ella. Empinaba la bota, cantaba canciones y piropeaba a las mujeres. Cualquiera diría que era feliz. Aunque te sigo queriendo, no podemos continuar juntos, le había dicho Luisa. La fiesta en las calles crecía en oleadas de jóvenes con pañuelos que aguardaban el momento del encierro. Estoy con Pablo desde hace dos meses. Entonces lo vio claro. Nunca había sido muy valiente. Este año demostraría a todos qué lugar le correspondía. Dime algo, por favor, fueron las últimas palabras de Luisa.

Cuando soltaron a los toros, Javier acompañó a los mozos unos metros. Luego se detuvo en seco, se giró y gritó: “Luisa, te quiero”. El público tras las barreras se llevó las manos a la boca. Igual que un Moisés que separara las aguas del Mar Rojo, los toros se abrieron a un lado y otro y pasaron sin rozarlo si quiera. Javier cayó de rodillas y se derramó en un llanto sordo.

–  La agonía tiene fin  –  , Marta González

No dejaba de mirar angustiada la entrada de la plaza de toros, esperando a que entraran los valientes que cada año osan correr junto a un toro robusto y salvaje. Siempre le había visto correr por la plaza, cruzándose ante el animal, saltando, animando a los demás, pero este año era distinto porque sería el último. Dejaría aquella tradición por mí, y ya no pasaría más por esos minutos de agonía. Llevaba días diciéndome que me recompensaría por tanta preocupación, año tras año. 

Y allí iban los mozos: los primeros corriendo sin mirar atrás, luego los que menos miedo le tenían al bravo toro, que entraba a la plaza dando brincos y jadeando sus cuernos, y los últimos, que se mezclaban entre los primeros. Todos unidos para avivar el enfurecimiento de la bestia. Pero, ¿dónde está él? Me cuesta diferenciarlo de los demás. 

Por fin, cuando todo ha terminado, le veo caminar hacia mí, que le espero en la entrada de las gradas. Me mira sonriente mientras se quita su pañuelo rojo del cuello y lo usa para envolver algo. Ya a mi lado, me da aquel pañuelo, en cuyo interior se encontraba el anillo de nuestra unión.