LOS SANTOS INOCENTES
Amaya Ansola San Emeterio
Luis estaba irritado, no le gustaba que hubiera tanta gente desconocida en casa. Normalmente sólo están él y la mujer que duerme a su lado. Pero hoy, hombres, mujeres y niños abarrotaban el salón. Había decidido no mover el culo de su butaca. Sabía que si se levantaba, alguien aprovecharía para quitarle el sitio.
La pequeña niña de pelo rubio se acercó a él con gesto serio, se acercó tanto que llegaron a tocarse nariz con nariz.
– Candela, no molestes al abuelico –dijo un adulto.
¿Abuelico? Se preguntó mientras el conjunto de conversaciones se confundían en un murmullo incomprensible que no le permitía seguir ninguna de ellas. Últimamente le pasaba muy a menudo.
– Papá, a ver si te acuerdas como me llamo –le dijo otro de los mayores – Sé que puedes…
Luis entendió lo dicho pero no logró encontrar en el archivo de su memoria ni el nombre ni el rostro de aquel hombre que le llamaba papá. Pensativo miró fijamente la estantería del fondo de la habitación y armado de valor se decidió a soltar un nombre:
– Fermín… ¡San Fermín! –exclamó.
Y todos miraron sonrientes aquella pequeña figura de un santo que les miraba impertérrito.
CARA A CARA
Igor Peñaranda Zarranz
Se giró hacia mí y en ese mismo momento supe que estaba perdido. Me quedé petrificado un par de segundos, lo justo para verlo acercarse, seguro, triunfante. Escuché aterrorizado su respiración, fuerte, fuerte, fuerte. Corrí de un lado para otro, loco, desesperado. Tropecé y caí al suelo. Sentí un dolor terrible en el tobillo izquierdo, pero no podía detenerme, así que me levanté como pude y seguí corriendo. Pero el exceso me jugó una mala pasada y me atacó traicionero, cobarde. Volví a caer al suelo, despatarrado. Oí algunas risas. Levanté la mirada y sí, estaban riendo. Y por fin me resigné, me di la vuelta y acepté mi destino. Lo miré. Caravinagre, aquí estoy. Ven a por mí.
CUATRO MINUTOS Y MEDIO
Virginia Mela Rivas
Pasos por el salón, tintineo de una cucharilla danzando en una taza, despierto repentinamente. Con dificultad distingo a ver las manecillas del reloj que marcan algo menos de las 8 de la mañana. Frotándome los ojos salgo a ver qué pasa. Frente al televisor se encuentra ella, despeinada, la camiseta del pijama le cae ladeada mostrando su hombro derecho, sujeta una tostada entre sus manos a falta de un pedazo, resultado de un previo mordisco. Emocionada comienza a cantar la melodía típica de los encierros. Me desplomo en el sofá para admirar dicho acontecimiento, cientos de personas cantan al unísono, nervios, emoción, alegría, mezcla de sentimientos difíciles de comprender para alguien que no lo ha vivido. Le envidio, cómo en un instante puede pasearse por su cuerpo ese entramado de emociones. Me quedo escrutando su imagen, intentando percibir los latidos de su corazón, que seguramente se han acelerado por la tensión del momento. Parte del café es derramado al suelo, pero no se inmuta, no quita los ojos de la pantalla. 4 minutos y medio, se oyen vítores, gritos, aplausos. Deja caerse sobre el sofá, da otro mordisco a la tostada y me mira con una sonrisa que inunda su cara: “Tienes que venir”.