VI Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ATILANA

José Troncoso Recio

Nunca he vuelto a ver a una personaja como aquélla señora. Alta como una torre y gruesa como un tonel, se movía como pez en el agua entre aquella muchedumbre. En cambio en el agua se movía como una orca. Asesina.
El bochorno de aquella mañana del tercer día, fue literal en todos los sentidos. Quizás el calor hizo primero mella en los corredores, pero desde luego la que zapateó costillas a millares fue ella dejando la curva de mercaderes alfombrada de muchachotes, vapuleados. Al final del encierro en el parte de urgencias hubo dos afortunados con contusiones debidas a los astados. Los otros doce fueron por cuenta de la valkiria de Navarra.

DE OTRO MUNDO

Miren Usunáriz Iribertegui

Tras aterrizar, salí de mi nave y miré a mi alrededor. La luz me cegó por un instante, desconcertándome. Poco a poco fui abriendo los ojos, y me detuve a contemplar. «Qué extraño» pensé, «nunca he visto nada parecido». Totalmente confundido, decidí que lo mejor sería aventurarse en aquel lugar, fuera lo que fuese.
Empecé a caminar por calles pedregosas, estrechas, llenas de ruido… y sobre todo, de gente. Estaban repletas de gente. Algunos me miraban con curiosidad, otros con una expresión extraña, otros ni siquiera advertían mi presencia. Mientras tanto, yo los miraba a ellos sin poder disimular mi asombro. Cubrían sus cuerpos con ropas blancas idénticas, todos hablaban elevando sus voces, reían.
Llegué a un sitio aún más abarrotado; apenas podía respirar. La gente se lanzaba algún que otro líquido, manchándose unos a otros, y reían con más fuerza. Parecían… ¿cómo se dice? Felices, eso es. Parecían felices. De pronto, todo el mundo alzó en sus manos una tela de color rojo. «Estos terrícolas…» me dije para mis adentros. En el silencio alguien gritó: «¡Pamploneses, pamplonesas! ¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín!»
Aquello me dejó aún más perplejo. Pero una cosa estaba clara: había que averiguar quién era ese tal San Fermín.

VOLANDO VOY, VOLANDO VENGO

Amaya Carro Alzueta

Treinta años llevaba asistiendo a fiestas de San Fermín. Siete hijos y veintidós kilos habían redondeado hasta una circunferencia inabarcable la estrecha cintura de su juventud. El pañuelo rojo le oprimía, no tanto por el diámetro de su generoso cuello, como porque las esquinas deshilachadas menguaban inexorablemente año tras año. Lo que sucedió, doy fe de ello, aconteció un ocho de julio. El culpable fue un unicornio azul. Hasta que él llegó, todo había ido bien. Pero cuando cogió su cuerdita blanca, notó como, sin poder evitarlo, sus pies se despegaban del suelo a pesar del emplasto pegajoso de la acera. Por momentos, vio como se iba alejando del gentío. Durante su ascenso, se cruzó con la Sirenita, con Dora la Exploradora y con algún otro fugitivo sin corazón, que, a buen seguro, dejaba en tierra un niño lloroso y decepcionado. Sollozando, pidió al Santo que le echara un capote, porque, a pesar de estar en paz con Dios y con los hombres, todavía no quería morir. Milagrosamente, los globos fueron deshinchándose uno a uno y la gitana bajó de los cielos hasta aterrizar suavemente en el centro de un abarrotado coliseo de arena. El último globo lo desinfló Caribeño, negro bragao, quinientos kilos.