CANTAR POBRE DE MÍ.
Ginés Mulero Caparrós
Es en el pellejo donde ha escanciado el vino de tetrabrik; fresquito, que corra garganta abajo, eso sí. Es en la Plaza del Castillo donde el aire alivia, al menos transitoriamente, ese torrente suyo de inextinguible desazón. Es en la mariconera ajada que le cruza la espalda con su cinta opresora que lleva la Carta de Despido aceitada de patatas chips. Luego hunde la mano en el fondo de la faltriquera del pantalón blanquinoso: ha perdido el pequeño monedero… Los desahucios llovían a espuertas, pero no había sido tan consciente “Hasta que me han flechado a mí”, eso murmura como un Miura zaherido. El amor de su vida se disipa en brazos ajenos, en cornadas a la intemperie de la atmósfera estafeta, cimbreándole en la aorta de los sentimientos: ¡ojo!, era el último bastión que atesoraba; ¡ojo!, que lo que se le cierne al alma, no es nada baladí. Vive Dios que se balancean multitudinarios farolillos encendidos y mariposas de luz y velitas llameantes de conminatoria hipocondría… Mientras su mundo envolvente se desangra por las costuras, se va a distraer con el comedimiento de los humildes en la melancólica bonhomía de la fiesta que se ultima… con el Cantar Pobre de Mí.
DESDE LA ALTURA
Beatriz Aguinaga Glaría
Una muchedumbre de gente en blanco y rojo invade las calles de Pamplona. Los tambores anuncian el comienzo de algo sencillo e inocente pero a su vez tan mágico… — Vamos cariño, súbete a los hombros de Aita, así verás mejor a los gigantes, ¡igual hasta los podremos tocar! — exclama la madre de Bea. Desde la altura las cosas se observan de manera privilegiada. Los gigantes se mueven con garbo, vestidos con sus mejores galas, elegantes, solemnes como ninguno. Eran muchos los niños que, como Bea, se encontraban a hombros de sus padres. Todos aplaudían y abrían sus bocas al ver aquel espectáculo capaz de hacer de todos los presentes unos niños e incluso, de arrancar una sonrisa al mas huraño. El rojo del pañuelo de la pequeña ondea mientras su padre, al ritmo de los gigantes, no para de girar y girar; una sonrisa eterna ilumina sus caras, la música conquista sus oídos y de sus ojos desprende emoción, alegría, adrenalina… Sensaciones que año tras año se repetirán en la pequeña, cuando ya no lo sea tanto, pero siempre con un mismo origen: las fiestas de San Fermín.
7 DE JULIO
Montserrat Acevedo Jiménez De Castro
Llegué buscando la paz del paisaje y de mi deporte favorito, la pesca, pero, para mi asombro, encontré una estampa completamente diferente. Lo llaman “Sanfermines”.
De la noche a la mañana el pueblo se transforma. El bullicio no respeta rincones y los tranquilos habitantes del lugar, hoy multiplicados por cientos, se muestran poseídos por un desenfrenado aunque, en el fondo, atrayente ritmo, que siguen sin descanso día tras día. Visten camisa blanca y un pañuelo rojo anudado al cuello y corren delante de toros bravos con un periódico enrollado en la mano. La risa se mezcla con la histeria, el miedo con la pasión; la comida y la bebida no tienen hora, ni límite…
Curioso, voy tras ellos intentando asimilar todo aquello. Estudio sus facciones, sus idas y venidas… La diferencia de idioma y cultura no me impide captar su alegría. Tan convencido estoy por lo que veo y siento, que aparco mis intenciones de quietud y decido pasar de ser mero espectador a convertirme en uno más entre ellos. Ya tengo mi camisa, mi pañuelo y… ¡mucho miedo!
─Buenos días señor Hemingway, espero que haya descansado. ¿Todo correcto en su habitación? Veo que se ha animado a unirse a la fiesta.