CUANDO PASE LA MAREA
Celina Ranz Santana
Antes que él corrió su padre. Y antes de éste su abuelo. La lista se ampliaba a varias generaciones más, con nombres y apellidos, que habían permitido la permanencia del encierro hasta aquel día. Agazapado en un rincón de la calle Estafeta, casi ya al comienzo de la última curva, esperó a que pasara la marea apretando con fuerza los párpados para evitar que se le escaparan las imágenes que habían salido en estampida de entre sus recuerdos.
Los adoquines bombeaban la marcha de la calle contra su pecho, el ritmo vibrante de una carrera que para él se había detenido tras la caída. Se protegió la cabeza con los brazos, aún sabiendo que aquel no sería más que un escudo de papel ante la embestida de la bestia. Pero no sintió miedo. Solo silencio. El silencio solemne de la espera. Y la certeza de que un día también él vería correr a su hijo.
UNA LUZ EN EL OLVIDO
Melisa Lucia Pérez Badel
Lo acompañaba aquel soleado mediodía cuando escuchamos un vibrante estallido en el cielo despejado. Se aferró con fuerza a mi mano para acomodarse en el viejo sillón y sus labios casi siempre sellados con ímpetu se rebelaron. ―¡Viva San Fermín!―, dijo con voz firme. Me contó con vívida claridad de aquel tiempo ancestral en que tarareaba el Riau-Riau junto a su cuadrilla, del fervor que llenaba su ser al acompañar al santo en sendas procesiones y confesó con la honestidad del que ya nada teme que su corazón quería salirse de su pecho cada vez que corría un encierro seguido por la sombra inminente de poderosos astados. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro al hablar del momento justo en que conoció el amor de su vida una tarde de gigantes y cabezudos.
Repentinamente abrió sus profundos ojos grisáceos, soltó mi mano, me miró con desconfianza y preguntó con cierta confusión ―¿Quién eres tú?, ¿dónde estoy?―. ―Soy Lucia, tu nieta y estas en casa―, respondí besando su frágil y arrugada mano. Una lágrima se escapó de mi alma y la nostalgia se volvió alegría ya que por un breve instante fui testigo de un pasado feliz sumergido en las tinieblas del olvido.
PERFECTO AMOR
Juan Carlos Galvan Vela
Manolita estuvo a punto de concretar su sueño, si no hubiera cometido una imprudencia. Finalmente encontró al amor de su vida: Federico Espinoza.
Federico era el más correctísimo caballero que había conocido y con el cual soñó desde el colegio.
Vistió sus mejores galas, la ocasión era propicia: las fiestas de San Fermín, fecha acordada para sellar su compromiso ante familiares y amigas, las cuales hablarían del tema durante semanas.
Portó cual maja su vestido que le sienta perfecto: grácil figura, cuerpo virginal que juró no entregar a nadie, si no mediaba matrimonio. El peinado correcto, su velo, fragancia de naranjos y su abanico. Sonrió satisfecha ante el espejo.
Abrió la ventana. La brisa auguró un día esplendoroso.
A lo lejos escuchó el chupinazo y, -cual oleaje que procede del mar-, la gritería en aumento. Cohetes en el cielo estallaron gloriosos. Ángeles ataviados en blanco inundaron la calle Mercaderes. Entre la multitud corría Federico.
Muy cerca, los toros les seguían.
Manolita quiso ratificar su apreciación respecto del magnífico caballero con quien enlazaría su vida. Coqueta, dejó caer su pañuelo.
Federico le tributó una tierna mirada hacia el balcón.
Se inclinó para recoger la prenda.
La embestida fue violenta.