EL PAÑUELO ROJO
Miguel Santos Caballero
Martín conducía despacio, disfrutando del ambiente urbano. Recorrió la Avenida Aróstegui y más tarde, tomó la A12, que lo llevaría a Nájera. Su pensamiento voló hacia algunos de los puntos de la ciudad, rememorando aquella semana de tanta intensidad y pasión durante los Sanfermines. Recordaba con orgullo su primer día, cuando en la Plaza del Consistorio, se cantaba el vals de Astráin, que acompañaba a los presentes en su caminar hacia la Iglesia de San Lorenzo, para celebrar las vísperas al santo. Pero aquél no fue el único acto al que se sumó, también acudió a su memoria el primer encierro en el cual participó. Mostró una leve sonrisa, cuando visionó la imagen del toro zaíno que casi le envistió, pagaba la novatada, pues nunca se había visto en una igual. Repasaba mentalmente la cantidad de hechos que vivió en tan poco tiempo: disfrutar de la gastronomía navarra, tan rica y variada; cantar, correr, hacer nuevos amigos, visitar la ciudad… Reflexionó por un instante, se daba cuenta que lo que había experimentado no era simplemente unas fiestas patronales, sino un sentir, una emoción, un espíritu popular, mientras acariciaba levemente el pañuelo rojo, anudado sobre su cuello, como si fuera una divisa imperecedera.
LA DECISIÓN INAPLAZABLE.
Antonio León Del Castillo
Hubo que acudir irremediablemente a la épica, hasta entonces desconocida, para tomar la decisión. Nunca antes se había planteado correr el encierro. ¡ Hatajo de locos ¡. Había sido, como en todo, espectador, mero figurante inanimado en aquél magno escenario repleto de estrellas, unas más fulgurantes que otras: corredores, pastores, sanitarios, periodistas, bravos, cabestros, vendedores, borrachos, músicos. Necesitaba experimentar algo distinto a lo vivido en sus treinta años, permanentemente ajeno a todos los principios, en un terreno dominado por la indolencia y la monotonía o por la excitación incontenible. Puro letargo ó desvelo absoluto. Se recordó cada siete de julio profundamente cobarde, siempre excusado en el peligro del toro cuando, en verdad, era la incapacidad para gobernar las hostilidades de su propia existencia, ya en el subsuelo, lo que le infundía un pavor indómito. Ahora, protagonista, de miedo abarrotado, rojo el cuello, las zapatillas malheridas, el suelo húmedo, sus ojos, las manos temblorosas, el corazón queriendo desistir, la voz ausente, el oído inválido, la mente enajenada, se confesó no obstante dispuesto a inaugurarse. En ese punto explotó el mundo. Miró suplicante y temeroso al Patrón que, simulando desentenderse, respondió con una mirada inaplazable en dirección a Santo Domingo.
FIN DE FIESTA SIN SER CATORCE
Blanca Oteiza Corujo
Fue un siete de julio, aburrida corrida en el ruedo y alboroto en las gradas. Cantaba, bebía, bailaba. De repente el sol iluminó tu rostro que atento observaba al matador de toros y mis ojos ya no pudieron apartar la mirada de los tuyos que brillaban como en ninguna chica había visto. Tras el sexto de la tarde, te busqué en la multitud. Te vi bajar por Labrit y corrí hasta hacerme el despistado encontradizo. Buena palabrería y sonrisa abierta fueron lo que te convencieron para vernos esa misma noche. Junto al tablado del encierro nos encontramos en la plaza del Ayuntamiento.
Hoy, siete de julio, dos años más viejo, me quedo sólo. Me das plantón. En el móvil una disculpa en forma de mensaje. Te alejas para siempre de mi y de mis recuerdos. Me dices que no hay otro, y en el fondo creo que es cierto, me dejas por esa chica que te llama cada noche. La que conociste a finales de noviembre en fiestas del patrón. Con el pañuelico me seco un par de lágrimas que caen de mis ojos que te vieron sonreír. Por San Nicolás me mezclo entre la gente intentando pasar desapercibido.