EL SER INEVITABLE
Graciela Pedro
El chupinazo estalla el 6 de julio, las palomas asustadas sacuden sus alas y una marea del color de la sangre enturbia los ojos.
También hay olor en el aire. Olor a miedo y a la pasión que despierta una muerte posible ante la aparición que se presume en el norte de la plaza; se escuchan gritos, casi alaridos. Varones que demuestran su hombría y mujeres enardecidas por un ardor que les estruja las entrañas.
Hoy he visitado el Museo de la Reina y, en el “Guernica”, me encontré con madres idénticas que un día lloraron a sus hijos dirigiendo sus brazos hacia el cielo.
Y me detuve en el toro, omnipresente en esta España y en la gesta en blanco y negro de Picasso; olí el miedo y vi el rojo de la sangre de una paloma lisiada, como la misma paz.
Iguales símbolos, idénticos desenfrenos. ¡Gora San Fermín!
ADRENALINA
Alba Sánchez-guijaldo Rivera
Conocí a Ana en el 2003, cuando vino a Dublín a estudiar Turismo en mi facultad.
Siempre me contaba lo bien que se lo pasaba en las Fiestas de San Fermín. En 2005 me dieron la beca para estudiar en San Sebastián. Decidí ir en coche hasta Pamplona y encontrarme allí con mi amiga. Quería experimentar esa sensación de adrenalina que se siente al correr delante de un toro, como siempre decía Ana.
Después de unas horas de viaje, llegué a Pamplona. Vi a mi amiga Ana, con sus amigos Laura y David. Estuvimos paseando por Pamplona, para que yo conociese la ciudad. Tras una larga tarde de caminata, volví al hotel. Necesitaba descansar; ya que al día siguiente era el encierro.
08:00 del 7 de Julio. Las calles estaban abarrotadas. Sonó el chupinazo. La gente empezó a correr como loca. En mitad de la multitud, alguien me empujó. Me torcí el tobillo y caí al suelo. De repente, vi a David, que se acercó a mí corriendo para ayudarme. Fue entonces cuando le miré a los ojos y sentí una sensación de adrenalina, incluso más fuerte que cuando corres delante de un toro.
Es lo mejor que me ha pasado en la vida.
SIETE DE JULIO
Enrique Gregorio Paton Benítez De Uralde
Ella, morena y espigada, se movía en la noche con elegancia etérea, como un ángel queriendo desplegar su incorpórea belleza entre tan grotesca humanidad. Él, de tez pálida y formas adolescentes, llevaba la mirada perdida de quien ha errado el camino, pero sabe con certeza que pronto va a arribar. Ambos vestían de blanco y portaban los rastros bermejos del festejo. Al verse se besaron con los ojos y, sin apenas decir palabra, caminaron juntos en una misma dirección. A su alrededor ya no había música, ni celebrantes, ni el recuerdo de una existencia anterior.
Amanecieron en las murallas. Eran jóvenes, muy jóvenes.
Al año siguiente, el mismo día, en el mismo lugar, sus miradas se buscaron y se encontraron. Aquella extraña tradición se mantuvo cada siete de julio, por mucho tiempo, a pesar de los avatares que la vida les otorgó. Y cada ocho de julio, al amanecer, se despedían sin despedirse.
Hasta que un día, ella no estaba ahí. Desde entonces, en la noche de San Fermín, se puede ver a un hombre que, a cierta hora, espera en la calle Jarauta con el corazón en un puño, desvencijado por el vendaval de sus pensamientos, mientras la algazara continúa a su alrededor.