LA HUELGA DE LOS KILIKIS
Antonio Fuente Arroyo
Se venía barruntando de años anteriores. Ante la ausencia de niños cada vez más palpable los kilikis habían amenazado con ir a la huelga alegando que su presencia no tenía ningún sentido. En esta ocasión estaban a punto de llevarla a efecto.
En víspera de las fiestas Pamplona está conmocionada. Los medios se han hecho eco de la noticia y no se habla de otra cosa.
Coletas, Patata, Barbas, Verrugas y Napoleón no sueltan prenda. Sólo que han decidido no salir. Caravinagre lleva varios días desaparecido. Únicamente ellos conocen su paradero.
Días atrás ante el problema planteado, en la vetusta estación de autobuses habían acudido todos formando una piña a la sala de los Gigantes suplicando al rey y a la reina africanos que permitieran a su representante visitar la recién creada República Árabe Saharaui e invitar a venir a los niños que lo desearan.
Pamplona se viste de fiesta y el chupinazo está a punto de estallar. De pronto entre el gentío congregado se abre un pasillo. Varios cientos de niños de piel oscura pero inmaculadamente vestidos de blanco y rojo hacen su aparición junto a Caravinagre. Por este año la fiesta se ha salvado y la sangre no ha llegado al río.
ENCUENTRO
Luis Vaca Vázquez
Vestí el tradicional traje de pamplonica y me puse camino del Ayuntamiento. El bacalao al ajoarriero y el vino de La Rioja tendrían que esperar; aquella soleada mañana de julio llené la bota con vino barato y comí un bocadillo de chorizo.
Al medio día, justo antes de que el chupinazo atizara el espíritu febril de la multitud, nuestras miradas se encontraron. Ella bebió torpemente de mi bota, salpicando su delgado vestidillo blanco. Desanudé el pañuelo rojo que me había atado al cuello, lo extendí cual muleta al viento, y traté de limpiar las primeras huellas que dejaría el vino como testimonio de nuestro efímero encuentro.
Danzamos por angostos callejones al ritmo de compases navarros y cerramos cada bar del Casco Antiguo. Nos besamos sobre los muros exteriores del Casino Principal y un rincón de la Gazteluko Plaza nos acogió con el aura medieval y romántica que baña a Pamplona.
A la mañana siguiente desperté en compañía de un pelotón de juerguistas que pernoctaban sobre los prados de un parque. Sus muecas hablaban de baile, fiesta y excesos. Una foto en el móvil corroboró que no había soñado nuestro encuentro. ¿Nos volveríamos a ver? Pobre de mí, pobre de mí… ¡Viva san Fermín!
CANGUELO EL SIETE DE JULIO
Pablo Roa Ros
No pensaba moverse del rincón oscuro. Se arrimaría al áspero murete. Una vez más sentía aquel asfixiante recelo tan cerca de ellos. Intuía que no debía quitarles el ojo de encima. Simularía estar tranquilo. Quizás de ese modo pasaría inadvertido.
La algarabía de la noche llegaba como un eco lejano. La bofetada de algún petardo perdido retumbaba en aquella atmósfera cargada y oscura. La música y sirenas de la feria se colaban como un mantra interminable. Voces y canciones desafinadas.
Amaneció.
Otra vez aquella estampida violenta que recordaba muy bien. Otra vez esa calle como un túnel infinito. Otra vez la agitación fulgurante de espaldas blancas y cuellos rojos.
Al menos, por dos minutos aquellos seis demonios negros no le buscarían a él. Paradójicamente en aquellos dos minutos de pánico se sentía seguro por vez primera desde que llegó.
Por fin la alfombra de arena.
Tras el clamor de la grada, de nuevo encerrado con ellos.
El miedo le señalaba una vez más. Sólo le quedaba resistir hasta las seis y media de la tarde. Evitaría por todos los medios sostener la mirada y que su cencerro, con el temblor, levantase las alas de la muerte bajo su vientre.