LOS MEJORES FUERON LOS MÍOS
Jose Murugarren
Sanfermines son 20 años y la noche por delante. Ningún programa puede superarlo así se escandalicen los «peteuves». Los esencialistas dirán que nada emociona como la jota de la procesión. Los puristas emularán como ‘lo más’ la impresión del encierro. Yo me quedo con aquella tarde de toros merendando ajoarriero en la plaza. El torero, abajo y yo arriba, a ritmo de charanga lidiando con unos ojos recién descubiertos, tan clavados en los míos que temblé como novillero novato ante un ‘cebada’. Nada como aquel instante de agujas en la tripa. O tal vez, sí. La madrugada de pollo y pacharán en la verbena del ‘Jito’. La orquesta tocaba Sabina y mi amigo y yo devorábamos un coco que un guiri ofreció a cambio de la botella. No me digan que para fiestas las de antes porque hoy todo es ruido y suciedad. O sí. Los mejores sanfermines fueron los míos. Los de la tarde de toros y ojos o la noche en que me dieron la 1, las 2 y las 3 sostenido por un amigo cuando ni Sabina imaginaba que le estábamos escribiendo la canción. Teníamos 20 años y la mirada siempre por encima del suelo. Demasiado elevada para ver las vomitonas.
LA IMPROBABILIDAD DE LAS COSAS
Manuel Mérida Ordás
Era una noche de pelo castaňo, vestida de platas y azules, y jugábamos a hablar de viejos amores, que fueron amistades prolongadas tanto tiempo, hasta llegar ahí, en ese césped esparcido, viendo pasar las sombras y las horas a nuestro alrededor, como quien ve algo que le recuerda a tantas cosas.
– Me gusta una chica- le dije a mi hermano Antonio-. O creo que me gusta, no lo sé.
Bebíamos vino o cervezas o ya no importa, habíamos besado a algunas desconocidas en las puertas de los bares, y todo parecía correr hacia el final de la madrugada. Caminábamos felices por las calles de Pamplona, buscando un lugar desde el que ver amanecer
RECORDANDO SAN FERMÍN
Javier González Celay
Como cada domingo acudí junto a mi madre hasta la residencia. Aunque luego me remordía la conciencia, no podía dejar de pensar si esa visita semanal merecía la pena, ya apenas recordaba su propio nombre y la vuelta a casa junto a mi madre era desoladora.
Pero aquel día algo cambió. Era una mañana especialmente soleada, los rayos atravesaban sin problema los grandes ventanales de la sala de visitas inundada por el sonido del televisor. Pronto apareció uno de los cuidadores con mi padre del brazo y apoyado en un bastón, con lento andar el cuidador se esforzaba sin perder la sonrisa en explicarle quién había ido a visitarle; como en otras ocasiones mi padre no mostró atención ninguna ni recuerdo aparente, solo palabras sueltas, inconexas.
Mientras mi madre y yo hablábamos intentando hacer partícipe a mi padre, de repente, él tomó aliento pausado y gritó: «¡San Fermín!». Asombrado por el grito, miré hacia mi padre que señalaba al televisor que, en ese momento, emitía la señal en directo de la plaza del Ayuntamiento de Pamplona abarrotada de blanco y rojo a punto de dar comienzo a una de las fiestas que siempre hizo soñar a mi padre: San Fermín.