VIII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ROJO PASIÓN

Raquel Lozano Calleja

Con el pelo recogido en una coleta, se maquilla despacio, recreándose en los labios. A él le gustan bien rojos, piensa, mientras el runrún de la televisión como ruido de fondo comienza a agitar su pecho.
Los de Jandilla son rápidos, seguramente hoy veremos bonitas carreras. Y peligrosos, apostilla otro comentarista. Dan paso a la publicidad y ella aprovecha para ponerse el vestido nuevo, blanco con jaspeado en rojo, para honrar al Santo, que para eso hoy es el día grande; escotado, para buscar su sonrisa pícara cuando vuelva a casa.
Las ocho menos cinco. Los mozos ya están en la cuesta de Santo Domingo a escasos metros de los corrales, con los periódicos enrollados.
El silencio en la calle lo rompen los cánticos, el de su pecho, la vuelta de él hacia la cámara. Le envía un beso, como cada año.
Apaga la tele, prepara café, y reza hasta el tercer cohete desde el coso, momento en que recibe un whatsapp “No me esperes amor, desayunaré con mi mujer”, instante en el que se siente como los mansos, sin protagonismo alguno, sin fuerza para embestir ni para salir corriendo.
 

ACORTANDO DISTANCIAS

Marcos Dios Almeida

Vio el pitón demasiado cerca… Demasiado cerca de su corazón… Su pañuelo bermejo parecía el chorro de sangre que podría haber brotado del pecho; ese que habría hecho que se desangrara hasta perder la vida. Había recorrido medio mundo para estar allí, para correr en un dédalo de calles empedradas atestadas de gente, para sentir el poder del bóvido cuyos cuernos habían sido tallados en un templo de Creta. Había leído a Hemingway, había admirado los tauromáquicos cuadros de Picasso colgados en Internet. De hecho había soñado con pisar España y vivir aquella experiencia en Pamplona desde que era un chaval. Pero jamás llegó a pensar que su vida estuviera en riesgo de semejante manera. El morlaco era pura noche negra, pura bravura, un cornúpeta que parecía brotar del averno cual bestial reencarnación del mal.
Un policía le hizo señas para que se separara de la manada. No era el único que no sabía correr, pero al menos él no iba bebido. El colorado y rubio hombretón que había nacido en las Antípodas se santiguó aunque no era creyente, guardó las distancias y llegó a la plaza con todos sus compañeros, feliz, risueño y con el miedo todavía en el cuerpo. 

NO TE VAYAS DE NAVARRA

Pedro Javier Ardanaz Cabero

Había abandonado su mochila el mismo día del Txupinazo y tras dos largas noches de fiesta volvió a la consigna de San Francisco empapado en kalimotxo y con sus expectativas de ligar por los suelos. Aunque es verdad que recuperó su dignidad gracias al repuesto de camisa y pantalón como la cal, había decidido volver a casa esa misma noche.

Optó por comer antes de irse y se plantó en la calle San Nicolás para degustar los afamados pintxos navarros. Con el chato de vino ya en la mano, tuvo que girarse hacia una cuadrilla de muetas de la Ribera que cantaban jotas con la misma alegría que derramaban sus kalimotxos al acabar cada estrofa.

Siete veces, una por cada verso de la jota, se le revolvió el pintxo en el estómago mirando a la chica del flequillo morado. Al cruzarse las miradas, sus ojos le quemaron como el carbón y sintió el encierro recorriendo cada centímetro de su piel.

Sin ningún santo guiándole, cruzó el bar y esperó que acabara ‘la jota más brava jota’:
– Mi química con tu piel hacen carga positiva.
– Esa no la tenemos. Pero ’No te vayas de Navarra’…
– Si me lo pides así me quedo.