LUZ
Joaquín Lecumberri Napal
Los primeros besos temblorosos de dos adolescentes. Un bocadillo de lomo preparado con prisa. La abuela que abraza a su nieto de ocho años, inmóvil para que no se balancee la cabina de la noria. El corro de chicas que beben sangría en los Fueros. Los globos multicolores que arrastran al vendedor. Bob Esponja, un unicornio y Mickey Mouse. El perro que duerme tranquilo sobre la hierba de la Vuelta del Castillo. Aquellos cabellos de oro llegados desde las antípodas. Un padre que arropa a su hija, fatigada después de una tarde de barracas. El saxofonista de la charanga, que reposa fumando un pitillo apoyado en una pared de la Plaza de los Ajos; por delante le espera otra noche interminable. Los trabajadores del día siguiente, que desde el balcón envidian la libertad de la calle. El viajero que carga con su fardo de recuerdos. Aquel gato que sospecha desde una ventana. El frenesí de la Estación de Autobuses. Los que llegan, los que se van. Dos ancianos que vuelven a casa antes de que les pille la multitud. Todo teñido de blanco por un segundo. Es la explosión del primer fuego artificial.
QUIZÁS EL TEDIO
Amílcar Bernal Calderón
Adelante, en alas de papel de arroz y viento limpio, la ilusión de vivir lo desconocido estrena prisa: teme ser alcanzada por el cero total de los hastíos. Atrás, sobre pasos instintivos de sangre arisca y asombro sin libreto, media tonelada de nobleza que robaron al verde paisaje de otra vida parece perseguir un deseo que el morbo disfraza de peligro. En la mitad, unos ojos azules, dueños de una osadía comprada por el precio de un litro de whisky, la novela de Hemingway, un pasaje sin regreso desde Oslo, siete días en el hostal de los presagios, ebriedad y miedo, todo para matar una culposa cobardía. ¿Quién invitó a la muerte a este parpadeo de sol por callejones?
DESCONCIERTO TRANSITORIO
Juan Luis Blanco Aristondo
El nunca había tenido un cuerno en el pecho. Era muy raro. No tenia explicación, como otras muchas cosas. Era incomprensible que alguien hubiera decidido ponerle puertas a la calle Estafeta, o que el sol, tan lejano y rodeado de azul hacía unos minutos, languideciera ahora en un techo gris justo sobre su cabeza. Tampoco entendía a santo de qué aquella gente se había quitado el pañuelo rojo y corría el encierro en bata blanca, o por qué una capa de terciopelo negro lo había cubierto todo cuando volvió a abrir los ojos. Era todo muy raro. Y ya no hacía falta explicación.