VIII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


LA FUGACIDAD ETERNA DEL CHUPINAZO

ángel Novillo Sánchez De Pedro

Anhelo ver los encierros desde el cielo. Sueño que algún día estaré entre las nubes. Pensar a contracorriente que un día lo conseguiré. Cuando menos lo espere seré una nube blanca ascendiendo, disolviéndome en la nada para contemplar el drama cósmico que empieza cuando se prende la mecha del cohete.
Un relámpago y un estruendo: la música de la fiesta. Asciendo, viéndolo todo: Las puertas del corral de Santo Domingo se abren, dejando paso a un caudal vital, compuesto de hombres y toros. El imparable río de la vida, fundiéndose con el tiempo. Corredores: Los que son y han sido; los que fueron y serán. El tiempo es un espejismo y la realidad una.
Pañuelos al viento; fintas imposibles; flirteando con el peligro, con la verdad por delante. Sin medias tintas., enfrentándose a la realidad. Domesticar al miedo y no permitir que la inacción nos asesine. Seguir corriendo. Llegar a la plaza de toros. Alcanzar el destino, conjurando peligros.
Aquí arriba veo la fugacidad de lo eterno; un instante que bien vale una vida. el sonido sordo del chupinazo disuelve las penas por un momento infinito. Todo empieza como siempre. Hasta el año que viene otro cohete, quizá yo mismo ascienda al cielo.
 

¡AAAAACUA!

Amaya Indave Navarlaz

A él no le asustaban las aglomeraciones. Al contrario, aquel seis de julio sintió un secreto alivio al verse sumergido en olas de humanidad. Acostumbrado a vivir entre multitudes en su tierra, veía la soledad casi como una extravagancia.
Se abrieron paso entre empujones hasta la plaza del ayuntamiento. Martín bebía de la bota, Maider reía a carcajadas. Un grupo de australianos rubricó su nueva amistad con Txus tiñéndole la camiseta de sangría. Hacía calor. Una avalancha los escupió hasta el epicentro de la fiesta. Iker lo agarró del hombro y le gritó algo ininteligible. Músicas y coros se mezclaban hasta el paroxismo. El chico se hizo “selfies“ con desconocidos y entonó mil canciones extrañas.
Cuando explotó el cohete y le indicaron que se anudase el pañuelo al cuello, abrazó a sus amigos de la universidad y pensó: “A partir de ahora, ¿qué?”
Entonces ocurrió algo, una sorpresa helada, un torrente de agua que cayó sobre su cabeza. Los demás comenzaron a pedir a los espectadores de los balcones más agua fresca y liberadora. Él trató de imitarles con su acento extranjero: “¡Aaaaacua, aaaaacua!“. Extasiado, extendió los brazos y miró al cielo con una sonrisa.
Aún le quedaban nueve días para volver a China. 

LA CIUDAD DE LAS EMOCIONES

Mario Herreros Fernández

Hacía pocos meses que el azar le había llevado a Pamplona en busca de una vida mejor. Su piel, nutrida de sensibilidad, se disolvía armoniosamente entre aquellas noches mágicas donde los problemas son encerrados en la celda de castigo mientras la alegría y los sueños disfrutan de una libertad sin condiciones. Y allí estaba ahora, vestido con un llamativo uniforme, junto a sus compañeros, viendo como los demás reían, gritaban y caminaban descoordinadamente al cerrar los bares de la Estafeta. Algunos reparaban en él y le dedicaban un guiño, un saludo o una palmadita en la espalda. Tan sólo unas horas más tarde, por esa misma calle, otros mozos quemarían su adrenalina delante de los astados. ¡Qué curioso! Sólo pensar en ello le hacía temblar. Sus recuerdos le transportaban a un país muy lejano, en plena niñez, donde el número de intensas sensaciones son inversamente proporcionales a la edad. Barriendo minuciosamente esa alegría desenfrenada, levantó por un instante la cabeza, parpadeó fuertemente y, apoyado en su escoba, respiró hondo mientras contemplaba el amanecer en la ciudad de las emociones.