X Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


EL TORO FELIZ

Robert Gustavo Herrera Rocha

El reloj marca las 06:06 am. En el cielo pamplonés, varios goleros coquetean con las corrientes de aire. Más arriba, grises nubes amenazan con llorar. Me uno al grupo de gente que camina en una dirección… hacia el final de la cuesta de Santo Domingo. El “encierro”, un hontanar de jolgorio y alegría. Cinco extraordinarios ejemplares de 500 kilos de músculo se lanzan a correr. Me llamó la atención particularmente un negro pinto. La lluvia empezó a caer un poco antes de la hora indicada por el hombre de la televisión. Los toros pararon, menos el pinto que seguía corriendo y saltando al tiempo que revoloteaba su cabeza saludando a la lluvia. Apenas pude esquivarlo, no así una decena de participantes que sufrió los embates algo graciosos del bovino y rodaron en medio del arroyuelo cristalino formado en la calle, ningún lesionado. Cuando el recorrido llegó a su final, decenas de banderas de papel engalanaban el ambiente folklórico: el de los 500 kilogramos de brío y músculo pinto aún seguía saltando y corriendo de un lugar a otro como invitando a algún valiente a volarse el cerco. Seguramente aquella mañana de colorido, toros y lluvia, el pinto se divirtió más que cualquiera. 

EMPIEZA EL TODO

Ana Quiroga Varela

Amanece con una sonrisa. Hoy ropa blanca, impoluta y el pañuelo en mano. La cuadrilla le espera en el bar de siempre, que ese día nunca es como siempre. Huevos con chistorra, la tradición manda. Doce menos cinco, la emoción en la piel y ese nudo en el estómago de reír y llorar con el pañuelo alzado. ¡Pum! Abrazos y besos, alegría y pañuelo al cuello. Empieza el todo. Inmerso en la magia en blanco y rojo, baila con las txarangas, esquiva gigantes y kilikis, toma un pote en Jarauta ¡o tres! El tiempo vuela y el bullicio de gente feliz y emocionada le lleva hasta San Lorenzo cantando Riau Riau. La fiesta envuelve la ciudad. ¡Llega tarde a los fuegos! Se tiñe el cielo entre colores, música y risas. La noche se acorta y pronto amanece. Se cruza con las dianas, madrugadoras como siempre. Pasa por La Mañueta, los churros que no falten. Sube rápido a casa y feliz, se asoma a su ventana, la más privilegiada de Estafeta. Ve pasar en segundos el miedo de los corredores y la furia de los titanes bravos. Se tira exhausto en la cama y sonríe. Otro 6 de julio, le ha devuelto a la vida. 

HAIZEA, EL KIOSCO, MIS PIES.

Cristina Jiménez Latorre

Estaba mareadísimo. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas, como el indicador de presión de una olla exprés. Un fuego interno resbalaba por mi sien y sus ojos, intimidantes, se clavaban sobre los míos. Haizea, el kiosco, mis pies.

“Mantente recto— pensaba—. No te tropieces, lo estás haciendo muy bien”.

Había estado con ella la noche anterior. Los fuegos artificiales en la Ciudadela, el algodón de azúcar, la sudadera sobre sus hombros y los versos intercalados de Fermín Muguruza. Todo según lo planeado. Y Haizea: que vaya flojos este año, que no tenía frío, que aquella canción le recordaba a su ex.

Vueltas y más vueltas. Haizea, el kiosco, mis pies. Y “El Txarangas” pisándome los talones. Si hasta el mote era ridículo. ¿Y ella, qué? ¿A quién miraba?

Por fin cesó la música y el golpe seco de mi cuerpo sobre la pared resonó sin compasión. La vi acercarse con su sobrino en brazos. “La Braulia”, oí al niño justo antes de que viraran la dirección hacia él.

Permanecí agazapado en mi escondite, la olla a punto de saltar por los aires y las faldas del rey negro azotando mi cara. Suspiré profundamente y sentencié: “La última vez que te bailo, Toko-Toko”.