UNA CORNADA DE SEPARACIÓN
Jorge Laguia Leon
Una cornada. Una cornada que atravesó mi muslo y que me tiene hospitalizado durante no se cuantos días. Maldita cornada que el destino quiso que fuese la separación entre el amor de mi vida y yo. O posiblemente, ese toro sabia que no estábamos destinados esa chica de la valla de enfrente y un servidor, y quiso intervenir. Nunca lo sabremos.
LA PROMESA
Ernesto Tubía Landeras
Fiel a mi cita, acudí a la curva de Mercaderes, a ver correr a mi hermano Andoni. Lo había prometido, jamás dejaría de acompañarle en el encierro.
Me aposté con tiempo en la esquina, esperé con calma escuchando las plegarias a San Fermín, empapándome con ese amable aroma a cultura, festejo, tradición y orgullo navarro.
Cuando los mozos comenzaron a correr y los cascos de las reses perlaban de sudor frío las espaldas, saqué el bote de metal y pizqué el interior con dos dedos, dejando caer unas motas de ceniza sobre el suelo.
La figura de mi hermano emergió de entre la bruma de una promesa cumplida, guiñándome un ojo, como cuando le preparaba de crío alguna trapacería al aitona y buscaba mi complicidad. Estaba guapo el jodido. Mucho más que cuando murió en una aséptica cama del hospital por un maldito sarcoma. Me hizo prometerlo, al menos un encierro al año, aunque sólo fuera uno. Habían pasado treinta años desde entonces y yo casi era un anciano, pero él no.
Él seguía siendo el Andoni de siempre, el que me guiñaba un ojo al doblar por Mercaderes, para después disiparse entre el gentío, deseando que su hermano no olvidara su promesa jamás.
ENSAYO ANTROPOLÓGICO ( DR. JENSSEN )
Carlos Servent Mañes
Al acabar el acto disfrutamos de un pequeño ágape. En el paseo hasta el centro, la gente en la calle también cumplía el protocolo de la ropa blanca y pañuelico rojo. Llegamos a la plaza del Castillo, había un gran bullicio con los gigantes y cabezudos y el sonido de las gaitas. Unas cervezas antes de comer y después a los toros. De allí salimos junto a las txarangas y recorrimos las calles bailando “Paquito el chocolatero”.
Tomando vinos en la Estafeta, parecía que todo el mundo hablaba a la vez.
Me invitaron a cenar en una peña, había muchísima gente, ningún conocido pero ya todos me llamaban Patxi. Estofado de toro con vino rojo y luego algo de pacharán hasta el amanecer, para ver el encierro.
Dos días más tarde, mi mujer, al recogerme en el aeropuerto de Oslo para ir a casa me preguntó por la conferencia en la universidad de Navarra y mi estancia en Pamplona. Me vino a la mente la imagen de Arantxa preparando con las manos los bocadillos de ajoarriero, sacado directamente del enorme barreño de color verde en el alero de la plaza de toros y le dije: “Todo bien, sólo que el bacalao lo preparan diferente”.