PAZ BRILLANTE
Calamanda Nevado Cerro
La una ¡Ya siete de julio! El desasosiego se apodera de mí; antes de acostarme prepararé las zapatillas blancas de pádel, las domadas, el pañuelo rojo, la faja, la camisa y el pantalón blanco: ahí; todo junto. Estiro treinta veces cada gemelo, entrené esta tarde una hora para el encierro de mañana; ahora toca la bolsa de guisantes congelados sobre el soleo derecho… me juega malas pasadas al final de la carrera. La batería del móvil va justa, ¡a cargarla!, ¿lo que saqué del cajero está en la cartera pequeña? Sí. Pues está todo.
Hay luna llena, tiene una redondez perfecta, parece que quiere entrar por la ventana. Le tengo casi tanta devoción como a San Fermín. La miro un rato y a dormir; ¡cada vez está más bonita! No se va del rabillo del ojo, aparece y desaparece; relaja un montón.
No queríamos pararnos y nos topamos con el tapón de gente, hay una multitud aglomerada en San Saturnino, entre el Ayuntamiento y la iglesia de San Lorenzo. El bocata se espachurra, seguro; lo levantaré. En cuanto salgamos de aquí repongo calorías. La cuadrilla tiene un morro; lo han pellizcado hasta darle fin.
Qué horas… ¡Y en la cama…!
¿No puse la alarma?
POR LA NOCHE, FUEGOS ARTIFICIALES.
Paula Fernández Suárez
Aquel año en que te conocí, era muy joven. Lo quería hacer todo y no perderme nada. Recuerdo que nos cogimos de la mano mientras la explosión de cortisol se expandía por todo nuestro cuerpo tras el chupinazo. Apreté más fuerte tu mano solo para comprobar que tú me respondías. Corrimos delante del peligro sintiendo esa claridad mental de tener todos los sentidos coordinados, funcionando como el maravilloso engranaje que somos.
Los dos deseábamos volver a sentir la misma emoción con los Kilikis, así que nos apresuramos en los años siguientes y tuvimos un niño, Iker, que pronto pidió un hermanito y un perro, único miembro de la familia al que no le gustaban los fuegos artificiales.
Hasta que llegó un momento en que oía chupinazos todas las tardes . Corría delante del toro con más concentración que nunca, pero él siempre conseguía alcanzarme. Veía un kiliki todas las noches y ya no necesitaba salir para ver los fuegos artificiales.
Un día, mientras dormías agotado tras otras 204 horas, entré en la comisaría. Cuando me preguntaron qué quería solo les dije: la fiesta ha terminado. La mirada del joven se posó en mi mejilla y se dispuso a redactar nuestro final y mi principio.