BIPS
Sergio Allepuz Giral
Sonaba Chiquilla en la radio del coche cuando fuimos a Pamplona la primera vez. Yo cantaba el estribillo desafinando como una loca. Tú reías hasta casi orinarte en el pantalón. Sin casi dinero, sobrevivimos gracias a donuts y noches de pasión en un saco de dormir. Nos sentíamos invencibles en nuestra felicidad juvenil. Te daban miedo los toros, me confesaste. “No pasa nada”, respondí. La verdad era que tenía suficiente con estar contigo, para ti, por ti; y, lo confieso, los toros me aterraban a mí también.
Supongo que, a los diecinueve, un fin de semana en los Sanfermines puede serlo todo, significarlo todo. Tanto es así que hemos repetido cada año desde entonces hasta convertirlo en nuestra tradición anual particular. Mejor que las navidades, tan llenas de ausencias y silencios en nuestro caso. Hasta hoy, Marta, porque este siete de julio estamos muy lejos de Navarra y, en lugar del chupinazo, suenan bips metálicos en esta blanca habitación. Pero aun sedada y cansada, operada a vida o muerte y calvita como una bola de billar, encuentras fuerzas para susurrar mi nombre: “¿Susana?”. Y lloro de alegría, aprieto tu mano y te prometo que cuando estés recuperada volveremos a Pamplona.
ENCIERRO.
Eduardo Aranda Castro
Recuerdo nuestro primer encierro, amor bravío.
Cabello ondulado, hombros desnudos, blusón blanco, pechos erguidos y desafiantes; caderas turgentes, piernas fuertes. Mirada agresiva, ojos miel. Lunar que corona el labio superior.
Sensaciones, sinsabores hasta la tarde que le vi. Su aroma natural, feromona extenuante rompía mi iniciativa negando lo evidente: me enamoré de ella.
-Ana María- pronunciaste -¡Joder!- pensé cuando nos presentaron.
El arrebato propio del encierro, cual toro embravecido, me propinó una valentía extraña.
Para probar mi valía me arroje al ruedo de sus palabras, me atreví a buscar sus labios que con la fuerza de cien cornamentas arrojó una bofetada que recalcó mi mejilla.
Así comenzó tan frenética batalla: yo por amarle y ella por ignorarme.
Tarde, otro día, presa de los jugos provenientes del sacrificio de la vid, lanzó al ruedo una nueva provocación: -¿Podrías conmigo, macho?
¡Ostias! la bofetada que recibí cuando intente besarle me aletargó.
De igual manera, inició con nuestra historia de desvelos y encierros nocturnos, llenos de besos y bofetadas. San Fermín se llevó entre sus caderas mis orgasmos y sus rechazos, y volvimos a ser lo que éramos, lo que somos, lo que fuimos.
Volvimos a ser lo que deseamos ser: libres.