XI Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ERES CASA.

Irune Abarzuza Rodriguez

Estoy nerviosa cada vez que espero el sonido del cohete y miro al cielo para anudarme el pañuelo.
Feliz, cuando mi sobrina disfruta el baile de Joshepamunda con esa mirada de no querer que pare.
Admito ser miedica si Zaldiko pasa cerca, decide que soy yo, y me toca correr un poco.
Siento angustia año tras año cuando mi hermano corre Santo Domingo.

Pero a San Fermín pedimos, que nos guíe, que recorramos las calles siguiendo la música de las peñas, que lleguemos a las dianas con una buena cara y almorcemos ajoarriero con huevos fritos. Que lleguemos a casa libres y felices sabiendo que tenemos unas horas para dormir y volver a quedar con la kuadrila, ver a los pelotaris jugar, mientras, arriba, animamos. Asomarme a Estafeta y convertir esas caras de concentración en melodía.

Entzun arren, San Fermin, que tenemos ganicas de verte pasear por la calle mayor. Aunque nos despidamos de ti con pena todos los catorces y nos consuele el encierro de la villavesa.
Te esperamos, porque sabemos que llegas.
Como cada julio.
 

HISTORIA DE UNA ESCALERA.

José Oscar Rodríguez Zarraluqui

Comencé subiendo la escalera el día uno, y el dos, como el que no quiere la cosa, me trastabille trágicamente. Mi madre imploraba partir hacia otro lugar, mientras mi testaruda cabeza se negaba, moviéndose frenéticamente. Dada mi terquedad, durante meses, subieron los peldaños de dos en dos, carpinteros, pintores y enfermeros, colocándome en el antiguo salón de nuestra sombría vivienda. Instalado entre algodones, traspasé el último escalón en un amanecer templado de julio, ataviado únicamente con un pañuelico rojo, mientras mi anciana madre aireaba la habitación, abarrotando los balcones de bullicio. Inundando el ambiente con olor a café y galletas recién hechas. Con el estruendo del primer cohete, anhelé el remontar, como antaño, la cuesta de Santo Domingo, sintiendo las respiraciones entrecortadas tras mis talones. Aunque mis extremidades se acostaran impedidas, todos los que por los pies de mi cama pasaron, me fueron arropando, contando historias alegres, narrando lo acontecido durante el grandioso encierro. De pronto callaron; en la calle la canción de Baleztena. Situado, como estaba, en el rellano perdurable de esa formidable escalera, apenas me percaté del grito entusiasta emitido por mi cándido sobrino: ¡Yaya, yaya, el tío menea el dedo gordo del pie!