LA AUSENCIA DE LOS GIGANTES REYES OCEÁNICOS
Joaquín Collado Sevilla
-He sentido el chupinazo, mi Reina. Deberíamos estar allí. Desfilar en comitiva con el resto de la realeza y con los cabezudos, kilikis y zaldikos. Hacernos acompañar y bailar con tambores, gaitas o txistus… ¿Acaso, no os conmueven sus fuegos artificiales o la traca desde la plaza de los Burgos?.
-Sí, mi Rey… Pero, me impone aquella marcha a vísperas y el encierro que vivió Su Majestad. Verdad es que ya no hay riau-riau y que se siguen guiando toros y cabestros por su casco viejo. Cierto que cada año se forman montones y se cornean blancos de pañuelo y faja roja. Pero aquella última vez fue un Rey de Oceanía, con sus cuatro metros de altura, el que impidió avanzar la marcha y el que corrió como un “patas” el encierro para acabar embestido en la calle Estafeta y volar al callejón.
-Sufrí vuestra angustia, mi Reina. Mas, fue la mayor grandeza de los Sanfermines la que me hizo sentirme mozo y no gigante. Y ahora es nuestra ausencia allí la que me impide sentirme Rey. Sueño con volver a Pamplona y desfilar como gigantes y Reyes oceánicos, porque, pobre de mí si no es así… Habrán “acabao” mis fiestas de San Fermín.
LA PERSPECTIVA
Pelayo De Las Heras
En el aire flotan efluvios de vino. Me atuso la barba desde el balcón: se oye mucho ruido. La plaza a la que da nuestro hotel está llena de gente de todo tipo. Hay un hombre rubio que se tambalea, pero a la derecha del todo hay una familia sentada al borde de una pequeña fuente. Mar, le digo, ¿puedes atarme el pañuelo? Llegamos el día anterior de noche, con las farolas iluminando las estrechas calles de la antigua ciudad. El taxi no puede entrar hasta cierto punto, así que seguimos caminando, con las maletas rebotando contra el pavimento empedrado, hasta la puerta del hotel.
Nuestra habitación se encuentra en un tercer piso. Desde aquí Pamplona se recorta contra el cielo. Los edificios bajos y la catedral forman una línea irregular. Se asemeja al pulso del paciente en un hospital: por eso me gusta que nunca acabe al mirar el horizonte. Me doy la vuelta y la veo: su corto cabello rubio destaca contra el pañuelo rojizo. Es casi granate, la humedad del baño lo ha empapado. Le pregunto que si podemos bajar ya. Me sonríe. Cojo la tarjeta y cierro la puerta. Me siento a punto de saltar al campo de un estadio.