LAS BARRACAS DE DON LUIS
Alberto Oroz Valencia
Hace una mañana espléndida y como quiero desintoxicar mi cabeza ahíta de fiestas, bajo al paseo del Arga. En el primer banco que encuentro me siento a rumiar mi ansiada soledad, disfrutando de los trinos y gorjeos de los pájaros que, más madrugadores que yo, armonizan la mañana. Estoy tan bien que un sopor mañanero me invita a cerrar los ojos para disfrutar del silencio y me vence el sueño.
Sin pretenderlo veo a Don Luis que, poniéndose la sotana más vieja que tiene, nos monta en el autobús, negocia con el conductor la gratuidad del viaje y a ocho niños desarrapados nos lleva a las barracas. Él negocia, y a su señal disfrutamos la mañana ocupando los coches, los caballos, los aviones, la noria y las barcas voladoras.
Estoy comiéndome el helado con que nos obsequia para regresar al pueblo, cuando una mano amiga me despierta y una voz afónica y sanferminera me dice: te vas a caer.
A mí que he disfrutado setenta Sanfermines, que tengo multitud de recuerdos y cicatrices, los caprichosos sueños me transportan hacia aquel cura de camisa caqui cuartelera, boina negra, sotana desabrochada, fumador con dedos amarillos, cuyo recuerdo aún anida en mi cerebro y en mi corazón.
NOCIÓN DE IRREALIDAD
Luis Alberto Alfaro Vega
Lo sacude el espasmo de una fiebre que lo conduce al delirio de creer que su propio ser es un embuste, que la única ley es la que lo conceptualiza como homo sapiens sapiens, y que, el proceso Kafkiano que lo transformó en un bravo toro de lidia es un subterfugio de su mente, una evasiva para evitar correr la efeméride de los sanfermines. Abren los portones y se percata que no tiene otra opción que seguir a los de su especie, que van adelante, bufando la arremetida contra el viento de la angosta callejuela. Como último recurso para cerciorarse de que es una pesadilla, echa un vistazo a su sombra, y ésta, impune y categórica, le devuelve la iconografía de un animal de cuatro patas y puntiaguda cornamenta.