NO ESTAMOS TODOS
Pedro Vizcay Eraso
Su cara curtida en mil batallas perdidas se volvió hacia el reloj del salón. Sus ojos casi grises observaron como las agujas marcaban ya las doce menos cinco minutos. Era una mirada pesarosa que dejaba adivinar el inmenso dolor que atenazaba su corazón. Se levantó para lentamente dirigirse a la habitación que estaba al fondo del pasillo. Se asomó y comprobó que su marido había preparado todo como desde el día que había nacido su hijo.
Colocado con mimo se encontraban el pantalón blanco inmaculado con su camisa planchada encima. Al lado, la faja estirada y por último el pañuelo rojo listo para ser puesto en el bolsillo izquierdo de la camisa, junto al corazón.
Así lo había aprendido, así lo había enseñado: ¡Tenlo ahí hasta las doce menos cinco! ¡Tómalo entonces entre tus manos y cuando estalle ese txupinazo, será cuando lo anudarás a tu cuello!
Unas manchas oscuras que emanaban aroma a loción de afeitar, llamaron su atención y comprendió que no eran sino lágrimas de un padre por su hijo que ya no vestiría aquella indumentaria. ¡La maldita pandemia se lo había llevado!
Sonaron las doce.
No hubo fiesta ni regocijo para ellos. Tampoco para nadie.
¡San Fermín se había suspendido!
MI ENCIERRO PARTICULAR
Zigor Eguia Lejardi
Recuerdo como si fuera ayer las fiestas de San Fermín de 1991. Con dieciocho años recién cumplidos, tres amigos fuimos a Pamplona con la intención de vivir una experiencia inolvidable. Ellos insistían que correr el encierro era fundamental para integrarse plenamente en las fiestas, pero yo nunca he destacado por mi valentía, y me negué rotundamente a participar.
Con los años y la experiencia he aprendido que el destino, a veces, puede llegar a ser muy caprichoso y gamberro. Las fuerzas superiores que manejan nuestros hilos, debieron pensar aquella noche que la función de mi vida estaba siendo demasiado monótona y aburrida, y decidieron cambiar el guión.
Serían aproximadamente las tres de la mañana cuando una guapísima pelirroja de melena larga y cuerpo escultural se me acercó y comenzó a tontearme. Perplejo y atónito, pero más vivo que nunca, me dejé llevar y al cabo de media hora estábamos abrazados en un banco de madera de un parque solitario. Pero la alegría no duró, porque al poco rato apareció un tipo enorme, con cara de pocos amigos, que decía ser el novio de mi conquista. Ahí empezó mi encierro particular: Corriendo, medio desnudo, por las calles de Pamplona perseguido por un morlaco celoso.