XII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


PAÑUELO AMARILLO

Miguel Salvador Muñoz

En la dehesa éramos conscientes de nuestro destino. Veíamos salir a nuestros mayores en grupos de seis, jamás regresaban. Solo Flamiro, una leyenda en la manada, volvió. Mientras mis hermanos pacían y correteaban, yo le escuchaba y me empapaba de su conocimiento.

Ahora estoy aquí, esperando en los corrales, orgulloso y feliz de participar en esta fiesta, aunque sé que serán emociones efímeras si mi plan fracasa. El estallido da paso a la apertura del portón y, junto a los cabestros, salimos en estampida. Un enjambre de humanos corren a mi alrededor; tienen buenas piernas, los mozos. En la Calle de la Estafeta, a mi derecha, un patizambo con sombrero tejano intenta seguir mi ritmo. Podría empitonarlo con facilidad, pero tengo que llegar a la plaza impoluto, sin antecedentes de sangre.
La tarde asoma rápido, es ya mi turno, en los tendidos he escuchado más abucheos que aplausos, yo acallaré las protestas. Salgo al albero con alegría y arremeto contra los burladeros hasta sacarles astillas del alma. La pareja que me ha tocado en suerte es un joven torero, Manuel, el Peinao. Lo veo nervioso, con querencia a salir corriendo. Después de tres bufidos respiro hondo y empiezo a embestir; «no me falles, Peinao».
 

POBRE DE MÍ

Karen Fogelstrom

Este año las velas no arderán hasta consumirse en la reja. Tomé recaudo y lo impediré. Montañas de cera he tenido que limpiar, el hábito arremangado y las rodillas crujiendo.
Aquí los aguardo. Me sobran pulmones para apagar de un soplo cuantas tenues expresiones de deseo quieran colocar. Les prometo que sus intenciones llegarán hasta el santo aún sin la luz que alumbra su esperanza.
Esa imparable marea de algarabía con más costumbrismo que unción religiosa, arrastra hasta las impolutas puertas de mi hogar consagrado los ecos de una abyecta bacanal de placeres profanos. El humo de los pabilos no enmascara el aroma a comida, al sudor que emana de los cuerpos luego de nueve noches de danza y nueve días de correr en el encierro. En sus rostros transidos de regocijo no descubro una pizca de remordimiento.
Desatar pañuelos, en cambio, logra calmarme. Todo ha acabado.
Simularé volver a la rutina y aguardaré aterrado el próximo chupinazo. Temo que, pese a todos mis esfuerzos, llegue el día en que no sea capaz de ocultar el brillo que enciende mis pupilas y delate las ansias que tengo de quitarme la sotana y mezclarme en los festejos.
¡Pobre de mí!