AGALLAS
Ernesto Vicente Salcedo Aparicio
La memoria me falla a menudo, pero el recuerdo de los Sanfermines del año dos mil veintiuno jamás se ha perdido en las brumas del olvido. Sin mucho esfuerzo me veo, con doce años, asomado al balcón sobre la marabunta que, ansiosa, llenaba la calle Estafeta.
Con la inocencia y el miedo del que aún no ha traspasado la cruel frontera entre la niñez y la juventud agarraba, con fuerza, la mano de mi padre. Mi corazón era incapaz de enterrar lo vivido el año anterior.
Segundos antes del frenesí, él, con dificultad, se soltó de mí.
—Escucha con atención, hijo. Hoy solo quiero que te fijes en los ojos de los toros.
— Pero a mí me gusta verlos correr, papá. No lo entiendo.
—Hazme caso, algún día lo comprenderás.
Reconozco que tardé mucho, quizá demasiado, en entender que la vida, a veces, te hace dudar sobre si seguir o no, pero al final sabes que, aunque el pasado no vuelva y el futuro sea incierto, debes seguir intentando librarte de tus miedos. Tal vez nunca lo consigas, pero al menos debes luchar con todo el coraje que tu corazón alberga. Eso es lo que vi, aquel día, en aquellas pupilas salvajes.
NUNCA HABÍA SIDO MUY SANFERMINERO
Mikel Belasko Ortega
Nunca había sido muy sanferminero y, con la edad, cada vez menos. De hecho, la suspensión de los sanfermines de 2020 a causa del coronavirus no solo no le dolió sino que le produjo una inconfesable alegría. Todo era positivo en el análisis de esta nueva normalidad.
El primer día iba a quedar eximido de cumplir con ritos que le ahogaban anualmente. No tendría que buscar en Internet, se avergonzaba de no saberlo, si la faja debía atarse a la izquierda o la derecha. No debería enfrentarse al dilema de si ponerse el pañuelico rojo para el almuerzo o cumplir con el dogma de esperar al chupinazo para atárselo. ¡Agotador!
La procesión le gustaba, pero nunca se aclaraba con sus horarios de ida y vuelta. Al final acababa viéndola por televisión y esto también le generaba insatisfacción.
El resto de los días el beneficio no era tanto. Bien es cierto que no tendría que madrugar para ver unos encierros que acababa maldiciendo por sus carreras limpias y antideslizantes protagonizadas por corredores glamurosos.
Entonces sonó el teléfono. La cuadrilla había reservado sitio para almorzar el día seis.
Corrió entonces al trastero. Había olvidado el rito cero: comprobar el estado y ubicación de la ropa sanferminera.