UN MINUTO DE GLORIA EN EL RIAU-RIAU DEL 6 DE JULIO DE 2020
Ernesto Maruri álber
Apoyado en la persiana de LA ZAPATILLERA, donde compraba alpargatas hace más de setenta años, cierro los ojos. Imagino que pasa el Riau-Riau en estos Sanfermines suspendidos por el salvaje coronavirus.
Hace cinco horas, celebramos un agridulce chupinazo de balcones rebosantes, vítores en ventanas abiertas, escaladores blanquirrojos en tejados, calles casi desiertas, plaza del ayuntamiento vacía y vallada.
Ahora la multitud apretujada gozando va. Hermanada en un grito incesante: “¡Riau-Riau!”.
Un momentico celestial en una época terrible.
Cantan una y otra vez el vals de Astráin al son de La Pamplonesa: “¡Porque llegaron las fiestas de esta gloriosa ciudad…!”.
Cantan esperanzados: “¡A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el desencierro dándonos su bendición!”.
Cantan ilusionados: “Todos queremos más y más y mucho más”.
Pasan bailando abrazados con cariño sin igual.
Sin mascarillas.
En imparable desobediencia civil y alboroto desmandado.
Entre la gran caravana que alegre hasta San Lorenzo va, un chiquillo, brazos alzados, canta a hombros de un señor. Se parece a mí de niño. El hombre me recuerda a mi padre. Pasan junto a mí. ¡Somos mi padre y yo!
¡Papá!
Me sonríe.
Abro los ojos: todos se han ido.
Una calle desolada.
Un silencio desenfrenado.
Pero soy feliz.
LA LEYENDA
Alejandro Garaizar García
Hace ya más de diez años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. El gentío expectante. El murmullo que crece hasta convertirse en clamor. Las bestias que avanzan implacables, a mayor velocidad cada vez, tras superar la calle Estafeta. Una marea blanca y roja que esprinta, rueda, se aparta como puede.
La sobrecogedora escena advierte a mi cuerpo, transformado ahora en un torrente de adrenalina. En un instante soy consciente de que todo es real, que corro peligro, pero estoy mentalizado y me muevo con agilidad. En un momento, la estampida se me echa encima, y un cuerno del tamaño de una espada me roza, se desliza a apenas milímetros de mi riñón izquierdo. Aún recuerdo el hálito del toro sobre mi piel, el calor que se cierne sobre mí, sin escapatoria posible, hasta que atisbo un hueco inverosímil, me lanzo en un movimiento felino, sobrenatural incluso, y la estampida y yo dejamos de ser uno.
Hay quien dice, con muy mala baba, que aquel toro era en realidad un cabestro, y que estaba muy separado del grupo. Y tengo un amigo un poco cabrón que insiste en que ni tan siquiera descendí de la valla.