XII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ENTRE CHURROS Y CALDICO

Miguel José Fernández Hernández

Cuando amaneció aquel siete de julio del pasado verano, el corazón me retumbaba mucho más que el cohete que daba paso al primero de los encierros. De Santo Domingo hasta la misma plaza de toros, de Estafeta al callejón, entre el blanco y el rojo de vida o muerte, parecía estar siempre en medio de un universo festivo y hondo, que constantemente tenía a donde ir y marcaba, como ningún otro, el punto de cualquier partida. Ya, el joven Hemingway, había apostado por esta fiesta y el alcance universal de sus actos. De hecho, al encomendarme a San Fermín en la hornacina próxima a los corrales, fue como si la historia de mi vida me sobreviniera de golpe: no sé si porque sabía que iba a morir o, porque desde el chupinazo, tenía que acoger los ochos días con todas las puertas abiertas de mi ser. Así, cuando el primero de los astados enfiló aquella cuesta de tensión y gloria, me dije: «pobre de mí», si no corres entre dos y tres minutos delante de ellos y… De nuevo, otra idéntica preposición se presentaba, justo ahora ante la disyuntiva entre escoger: ¡vivir Pamplona!, o simple y llanamente verla solo pasar. 

HASTA QUE SALGA EL SOL

Luis César Garateguy Benitez

Aquella mañana, sin cabestros y como nunca, los hocicos de las fieras bramaban con furia y sus patas sonaban pesadas sobre el empedrado de las calles viejas.
No hubo chupinazo, no hubo vallados ni cánticos a San Fermín ni mozos de peña con sus pañuelos rojos. Pamplona dormía, Navarra dormía, España, Europa y el mundo dormían.
Manadas de toros zainos ganaron las calles sin previo aviso, invasivos, descontrolados y furibundos venían. Algunos con sangre en sus astas, cual ángeles caídos con alas bermejas.
¿De dónde surge tanto terror y tanta muerte? -se preguntaron.
¡No de los corrales de Santo Domingo!
Tomó a todos por sorpresa. Padres corrieron con sus hijos a ponerlos a resguardo y nietos a sus abuelos. Todos corrieron. Corrieron los artistas, vendedores ambulantes, ricos y pobres, blancos y negros, buenos y malos, políticos y deportistas. Y obligados a tomarse su tiempo, padres conocieron a sus hijos y nietos a sus abuelos. Y el avaro lamentó el tiempo perdido y extrañamos los besos y los abrazos porque el mundo está hecho para ser tocado. Y fue un gran encierro y un silencio que daba miedo.
Esa noche, todos salimos al balcón, cantamos “hay de mi” y quedamos esperando que saliera el sol.