XII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


EL CORREDOR

Clawrence Aliste Fuentes

Desde que nací, estoy predestinado a correr en San Fermín. Mi padre hizo historia en el cincuenta y ocho y muchos lo consideran una leyenda de esta liturgia callejera. Hoy es mí día y la motivación es segundo a segundo mayor. El ruido de la periferia me transmite miedos, ansias, promesas, valor, devoción y tradición. Los veo desde la distancia moverse, dar pequeños saltos, estirar, conversar, reír y a otros rezar.
La muchedumbre agolpada espera que en ochocientos metros dejemos atrás hasta nuestra sombra para generar una vivencia única en todas y en todos.
Hoy saldré rápido, intentaré dejar atrás a mis competidores y siempre seré noble con los otros corredores. Las imágenes las veré teñidas de un blanco y negro que harán más épica esta carrera contra el destino y sus encrucijadas, la vida recibirá un ventarrón de emociones.
Mis patas están listas para mover mis seiscientos cincuenta y siete kilos de peso. Negro como la noche sin luna resaltan mi cornamenta blanca terminada en dos pitones oscuros y afilados. Veo el humo previo al estallido; uno de los hijos de Chocolatero regresa para continuar la tradición en las calles de Pamplona, la puerta se abre y la historia comienza a escribirse nuevamente. 

LA NOCHE MÁS LARGA

Juan Molina Guerra

Pamplona. Siete de julio de dos mil veinte. Ocho en punto de la mañana. Suena un chupinazo. Se abre la puerta de los corrales y sale un mozo vestido de blanco, pañuelo rojo al cuello y una mascarilla sanitaria que le cubre el embozo. Porta una pancarta en la que puede leerse, rojo sobre blanco: ¡POBRE DE MÍ! Luego sale un nuevo mozo, y otro más, y así hasta cinco. Todos iguales, como clones. Siempre respetando un mínimo de dos metros de distancia, inician, en fila india, un leve trotecillo por la Cuesta de Santo Domingo, pasan por el Ayuntamiento y Mercaderes, Estafeta y Telefónica y culminan su periplo entrando en la Plaza de Toros. En todo el recorrido hay un silencio que puede tocarse, de tan presente. Pareciera que se oficiase un litúrgico ritual funerario, como si hubiese muerto alguien con enjundia, alguien por todos respetados. Y es, entonces, en medio de los temblores, después de que la comitiva haya recorrido ochocientos cincuenta metros de dura e ineludible penitencia, cuando el hombro siente la mano que le aprieta y le zarandea y el oído oye la voz que le pregunta si está viviendo una pesadilla.