LA NEVADA DE CADA SEIS DE JULIO
Juan Manuel Velasco Centelles
Yo no soy de Pamplona. Ellos tampoco. Ni siquiera he estado en Navarra durante mis cuarenta años de travesía vital. Ellos tampoco. Hay pecados para los que no existe absolución. Pero sí penitencia. En ella estamos. Libremente autoimpuesta.
Somos cuatro. Nos une una de esas amistades irremediables. Los cuatro con idéntico pecado. Viajamos por primera hacia el sonido más enervante de toda la cristiandad: el Chupinazo.
Se nos aprecia a los cuatro un ondear de sangre adolescente por el tendido de nuestra expectación.
Estamos cerca. Almorzados, cósmicos, charlatanes, níveos de una indumentaria con incrustaciones rojas con la que buscamos mimetizarnos en ese océano de cuerpos que suponemos, que imaginamos.
Viajamos a la velocidad de un diesel pero parece como si lo hiciésemos a la de la luz. Hacía muchos cometas que no nos sentíamos tan próximos a nosotros mismos.
Pamplona al fin. Un circular de rondas a avenidas, de avenidas a calles. Un ir descubriendo que sí, que van a ser las doce y está nevando. Copiosamente. Los copos tienen una silueta humanizada.. Lejos de caer con mansedumbre, revolotean ruidosos hasta cuajar una plaza reducida pero inmensa en la que la sangre de San Fermín se licúa cada año hasta decorar todos los cuellos.
LOS HIJOS DE SAN FERMÍN
Weimar Toro Ramírez
Dicen las gentes que a partir del txupinazo de julio, y durante unos días, la vieja Pamplona se convierte en la ciudad de los encierros matutinos y las corridas nocturnas en las que se siembran niños para que florezcan, como rosas y nardos, en primavera. Y que por eso, cada año en plena cosecha de abril se puede ver a San Fermín felizmente angustiado caminando de allá para acá sobre las nubes, inquieto, esperando noticias. Que a cada rato se agacha a mirar hacia lugares específicos del mundo, emocionado, lagrimeando y dibujando una amplia cruz en el aire; que luego se poner en pie y sigue, ansioso, yendo y viniendo porque nunca imaginó que tendría tantos hijos naciendo como cosechas de fresas, nísperos y ciruelas.
Dicen, también, las malas lenguas que, en su alegría, San Fermín manda a sus hijos con el alma morenita, con un pañuelo rojo en vez de cordón umbilical y en lugar de piel un vestido blanco. Que arrulla a sus bebés desde los corralillos de Santo Domingo hasta la Plaza de Toros de sus madres; y que cuando nace el último sanfermincito se le oye cantar: “pobre de mí, pobre de mí…”