DESDE LA CALLE.
José Oscar Rodríguez Zarraluqui
La hora del chupinazo tuvo que retrasarse hasta que alguien, asomado al balcón del ayuntamiento, reparó en él. Mezclado entre el gentío, sus manos sumidas en un acompasado balanceo, alzaban un pañuelo rojo al cielo de Pamplona. No se había disipado todavía el humo del último cohete, cuando nuestro hombre, levantó una grandiosa y pesada tuba. Con ella, acompañó a la Pamplonesa, tocando torpemente por las calles del casco antiguo de la ciudad. Comió y bebió. Dialogó y se emocionó. Le permitieron meterse en el interior de Josemiguelerico y aunque carecía de voz, se atrevió a cantar alguna jotica. Se mezcló con los componentes de las peñas, llevando el blusón con gran orgullo, a pesar del calor que reinaba en la plaza. Terminó la noche tumbado sobre la hierba húmeda de la Ciudadela, observando un sorprendente espectáculo de fuegos artificiales. Abstraído en la melancolía por el estupendo día que tristemente llegaba a su fin. Tenía el deber de descansar. Al día siguiente debía acudir al encierro. Recién despertado, olvidaría la vara de mando en algún rincón de su vivienda y enrollaría, con precisión, un manoseado periódico. Deseaba, al menos durante siete días, pasar de protocolos y disfrutar de la fiesta. Vivirla desde dentro.
ARROPO
Angel Luis Lema Vazquez
Pedro de Artajona sintió al carraspear que necesitaba miel de romero. En la cocina del palacio episcopal, una cocinera se apresuró a calentarle leche de cabra mantecada y endulzada con miel. La mujer recorrió con premura uno de los laterales del claustro, portando un tazón humeante. Pidió permiso antes de entrar al despacho, allí se encontró al Obispo, sus carraspeos se habían convertido en toses trabadas de esputos y flemas. Su Excelentísima se llevó el recipiente a los labios tragando con ansiedad, como si su garganta tuviese la aridez de un desierto. Él estaba pálido, y se le fijaba a modo de mortaja la piel en el rostro. Ella esperó a que finalizase su deglución por si demandaba otra dosis, no fue así. Ya estaba la cocinera dispuesta a cerrar la puerta tras de sí, cuando saltándose todos los protocolos volvió a entrar, se desanudó la pañoleta que le ceñía el cuello, y abrigó con ella el de Pedro.
El Obispo sintió el arropo de la prenda en ese frío octubre, para a continuación, experimentar cierto escalofrío; delante del metal brillante y bruñido, vio reflejada una gran mancha de roja amapola tiznando su pescuezo, y presagiando lo que podría ser un futuro martirio.