ESPINAS EN EL CUELLO
Manuela Sans
ESPINAS EN EL CUELLO.
Tenía la ropa pegada al cuerpo y el sudor hacía que el pañuelo del cuello picara como si tuviera espinas. Espinas…, la rosa. Eso le recordó el motivo por el cual estaba allí, corriendo en medio de una multitud de gente vestida como él.
La rosa, la espina. El rechazo.
El último regalo que le había comprado.
Él no debería estar allí en ese momento, bajo una tensión que no había conocido jamás, con un miedo que le hacía correr más rápido de lo que había podido correr en su vida inactiva. Pero chocaba con gente, con obstáculos que no veía, solo veía espinas, las notaba en su cuello…
No vio el toro venir porque corría sin mirar atrás, huyendo de él y de todo lo que había sido su vida. Queriendo que le embistiera, con miedo a que lo hiciera. Deseaba saber si había algún dolor más auténtico que el que sentía en el pecho. Oprimido, estrujado, vapuleado y abandonado.
Escuchó los gritos que le rodeaban, hombres grandes como él gritando desde todos lados, alejándose de él… cuando se dio cuenta de que volaba, que ya no tocaba el suelo, que todos los ojos estaban puestos en él.
Como un Dios vencido.
UNAS FIESTAS SIN IGUAL
Francisco Javier Igarreta Eguzquiza
Sabíamos que este año sería diferente. A las doce menos cuarto del seis de julio el termómetro marcaba treinta y siete grados a la sombra. El ambiente era expectante. Según los epidemiólogos, las últimas huestes del covid19, ya con escasa carga viral, habían quedado confinadas en una alcantarilla del Burgo de San Cernin. Impedir que bajaran al Arga parecía vital, los patos podrían ser un reservorio de futuras pandemias.
Pero la anarquía flotaba en el aire y una cepa rebelde enfiló la Estafeta, buscando entre los adoquines el ADN de la fiesta.
A la altura de Telefónica, la impunidad de rebaño excitó a la manada, pero una brigada de desinfección que estaba al quite actuó con eficacia. Conjurado el peligro, se abrieron las puertas del callejón para dar salida a la emoción contenida en la plaza desde la víspera.
Una algarabía de blanco y rojo se desparramó por las calles entre charangas, besos y abrazos.
Pese a las advertencias del obispado, el fervor popular convirtió las verjas de San Lorenzo en improvisada parrilla para miles de mascarillas usadas. El santo «que todo lo ve» desplegó su tradicional capote y el calor achicharrante hizo el resto.