XIII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


EL ÚLTIMO SUEÑO

Virginia Urieta

-¿Este año tampoco?
-Sabes que no, y no me mires así. No se puede hacer otra cosa -le dije-.
Odiaba tener que negárselo de nuevo. Y me rompía el corazón sentirla triste, vacía, como si le faltara algo. Se le sonrojaron las mejillas y bajó la mirada, frunciendo el ceño. Doblé las rodillas para ponerme a su altura.
-Pasará pronto. Te lo prometo -le acaricié, buscando sus ojos, y recordé cuando llegó a mí. Seguía siendo una niña inocente. Dulce, despreocupada. Supe desde el primer momento que nunca sería del todo mía. Que no iba a poder contenerla por mucho que lo intentara.
-Y si me marcho yo sola, ¿qué harás?
Se me anudó el estómago. Yo también lo echaba de menos: bailar con ella, con los gigantes. Fundirme con los txistus, aguardar entre los adoquines de la Estafeta y sentir el eco de las risas de los niños retumbarme por dentro. Mis capoticos, la magia…
-No puedes irte sin mí, Fiesta. Sabes que somos uno y ahora tiene que ser así: sin hacer ruido. Callados, comedidos. Seguiremos descalzos, la ciudad sabe que estamos aquí. Escondidos…- Se le cerraban los ojos-. Vuelve a dormir un ratito más, cuando despiertes ya faltará menos.  

HISTORIA DE UN KILIKI

Eva María Vélez Naranjo

Él era un joven apuesto, alegre, divertido, pero perdió el amor de su vida porque ella era de familia carlista y él, de familia liberal.

Un siete de julio, en plena jota, alguien le dio la noticia. Ella se casaría con su primo segundo a finales de verano. Cuando se enteró, se volvió completamente loco. Loco de remate. Cuentan que echó a correr y no paró hasta llegar a la feria de ganado. Lo primero que se cruzó en su camino, fue un pobre cerdo. Se abalanzó sobre él, lo mató, y le arrancó la vejiga con sus propias manos. Después se quedó ahí, encima del cerdo muerto, completamente ido, lleno de sangre, llorando a lágrima viva.

Desde entonces no sale de casa, pero cada siete de julio, ataviado con el disgusto de cartón piedra que nunca pudo borrar ya de su cara, y con la vejiga llena de aire, recorre las calles de la ciudad asustando y pegando a los niños y niñas con ella. Dicen que lo hace para que aprendan, más temprano que tarde, lo dura que puede ser la vida.

Y todo el mundo lo llama, Caravinagre.