EL CHEQUEO
Ramón Ferreres Castell
Braulio se revolvió nervioso sobre su asiento. Era mucho lo que estaba en juego. Suspiró aliviado cuando se abrió la puerta y el buen doctor lo invitó a pasar.
―Veo que se saltó la revisión del año pasado…
―Pero traigo la analítica completa ―replicó Braulio para atajar la previsible reprimenda.
―Tratando de compensar una falta presentando los deberes atrasados… ―bromeó el buen doctor al ver el rostro de preocupación de su paciente―. Pues veamos cómo está todo: glóbulos rojos abundantes, tantos como mozos en los encierros; glóbulos blancos como cabestros, capaces de contener cualquier infección, por mucho que embista, y plaquetas robustas cual talanqueras. Ahora veamos ese corazón.
―Quizá escuche un corazón roto… —le advirtió Braulio.
―¿Alguna enfermedad?, ¿fuma?, ¿bebe?
―No, no, si me cuido mucho, pero he tenido un par de disgustos. Es que… son ya dos años sin encierros, y eso duele, mucho.
El buen doctor procedió a la auscultación. Mientras el frío metal recorría su torso, Braulio se encomendó a San Fermín. Pronto escuchó el veredicto:
―¡Está usted hecho un toro! A este corazón le quedan unos cuantos encierros por correr.
EL FIN DE LA SEQUÍA
Jon Aramendía Huarte
El fin de la sequía
He tenido que abrocharme dos veces la camisa. Los dedos, el apéndice más representativo de mis nervios, se negaban a emparejarlos como es debido. Tampoco he sido muy certero con el nudo bulboso de mi faja. Me he duchado como para una primera cita, sin embargo, puedo notar ya como una gotita de sudor cosquillea en mi costillar. Tanteo mis bolsillos antes de salir de casa; cartera, llaves, teléfono, gafas de sol…
Una vacilación, que atribuyo a las excepcionales fechas, me acompaña al salir del portal. Un imponente caudal de rojo y blanco desciende como aguas bravas hacia el ayuntamiento tras dos años de angustiosa sequía. Sonrisas contenidas, explícitas, bulliciosas salpican como espumas aquí y allá, y el cántico jotero de un adelantado al momento completa el paisaje. Me uno a la corriente y me dejo llevar como un niño en la cámara de un neumático. En el ensanchamiento de mercaderes, otros afluentes alimentan con abundancia la corriente formando remolinos de pupilas encendidas. Por fin, frente a mí, el ayuntamiento. Desbordado, estruendoso como un Niágara; casi me asusta. Miro mi reloj. Apenas queda tiempo, me arrastran las olas, zigzaguea el cohete y entonces me acuerdo; ¡Joder, el pañuelo!